Eran casi las cuatro de la madrugada del jueves y estaba a los pies de la finca del coloso silente de Campanar. Más de 10 ... horas después de la chispa eléctrica que inició el infierno, la cúspide del edificio seguía ardiendo. Unas llamas orgullosas y empecinadas en no marcharse. Unas llamas que demostraban el desastre que anidaba bajo la fachada, un desastre que debe tener responsables y que la Justicia ha de investigar sin descanso. Entre sus ventanas y balcones, desnudos y heridos, asomaba fantasmagórico el refulgir del mismo fuego que devoraba el edificio por dentro. Bajo la sombra ennegrecida del titán de Maestro Rodrigocoloso vi a bomberos con el rostro oscurecido. Psicológicamente y de manera literal. Aún ajenos a la tormenta que se les echaba encima: la de las inhumanas teorías de que habían fallado al no rescatar a las 10 víctimas y que la aplicación de su protocolo habitual (el que dice que en los fuegos en viviendas hay que confinarse en estancias seguras hasta ser rescatado o bien mantenerse a salvo de las llamas en el interior) se había convertido en una trampa mortal para los fallecidos. Desde los platós de televisión y los engreídos púlpitos de los tertulianos se habla muy fácil. Allí no te amenazan llamas que dejaron temperaturas de hasta 120 grados ni te rodea un humo espeso, tóxico y pestilente. Nada nos devolverá a los 10 valencianos que ya no están. Ellos son las únicas víctimas de esa tragedia. Junto a sus familias y las cientos de personas que han perdido sus casas. Pero para entender lo que vivieron los bomberos de Valencia y del Consorcio había que estar allí. A los pies del edificio de la fachada maldita.
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Allí vi llorar a no pocos bomberos. Vi a la delegada del Gobierno, Pilar Bernabé, con las lágrimas a punto de saltar de sus ojos. Vecina de un edificio cercano y destrozada por lo ocurrido. Un rostro sincero de madrugada, cuando los focos no hacían relucir poses a la que estamos acostumbrados con los políticos. Vi como policías nacionales repartían pizza entre los periodistas que hacíamos guardia. Las que llevaban en el coche patrulla. Comida fría pero repleta de humanidad y solidaridad. Allí vi a dos jóvenes acercándose para intentar recabar noticias de los familiares de dos amigos. Desaparecidos entonces, hoy parte de la negra lista de fallecidos. Con incredulidad y miedo en el rostro. Incapaces aún de creer que tal mole de cemento pudiera arder por completo en menos de una hora.
Aquí no hay culpables entre los héroes que se batieron el cobre para rescatar a todos lo que pudieron. Que se jugaron la vida. Aquí hay posibles culpables entre quienes fueron capaces de dejar, silencioso y oculto tras la fachada ventilada, un material aislante que ardía como la yesca. En medio de una tormenta de datos y confusión en los medios sobre qué componente era (poliuerato, polietileno, lana de roca...) en LAS PROVINCIAS fuimos al meollo. En la redacción prendimos fuego al material oscuro que la fachada albergaba tras el aluminio. No nos inventamos nada. Hicimos la prueba con uno de los mismos fragmentos del edificio que salió despedido a más de 200 metros durante el incendio y que se extendieron por todo Campanar. Lo cogimos y lo quemamos. Aquello ardía y arrojaba gotas de plástico incendiarias. Con un simple mechero. Imaginen con el monstruo de fuego del fatídico 22 de febrero. Eso debe esclarecer la Justicia: llevar ante un juez, si procede, a los desalmados que se llenaron los bolsillos con un material más barato. Los que dejaron a 10 personas sin vida, a cientos sin casa y a toda Valencia sobrecogida.
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