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Relatos junto a la hoguera

«¿Cómo lo hicimos con ella? Como con él...»

'Adolescencia' se te clava en el alma de padre. La siniestra lotería de qué será de tus hijos

Arturo Checa

Valencia

Sábado, 5 de abril 2025, 23:51

Se ha escrito mucho de 'Adolescencia', la serie de moda, pero casi dos semanas después de verla es imposible no seguir llevándola clavada en el ... alma de padre. Es una obra maestra de esas que te marca de por vida. Mucho más si obviamente tienes hijos. Sólo así se puede entender en su total durez y dramatismo. Quizás haya algún 'spoiler' en estas líneas, por si alguien no quiere seguir leyendo (a mi pesar), pero tampoco es ningún misterio el argumento y trama de una serie después de tantas críticas emitidas. La producción británica (dirigida por Philip Barantini, autor de la impresionante e irrepetible 'Chernobyl') cuenta la historia de la detención de Jamie, un adolescente de 13 años, por el asesinato de una compañera de instituto. Trece años tiene mi hijo pequeño. Sólo la coincidente edad me dejó ya helado. Veía a Jamie y me ponía en la piel de que fuera mi hijo. Y pensaba en el mayor. Ya con 16 años. Y la manera en que se me erizó la piel en los minutos finales de la serie de Netflix. En los instantes en que la madre del pequeño, Manda, y el padre, Eddie (qué brutal la descarnada interpretación de Stephen Graham), intentan comprender qué hicieron mal. En qué fallaron con su hijo. Si debieron ser menos permisivos con sus largas horas encerrado en su cuarto ante el ordenador. Si tendrían que haber controlado más sus andanzas en las redes sociales. Si deberían haber monitorizado su móvil en vez de la sacrosanta intimidad. Quizás si fallaron en estar más atentos a signos de problemas en el colegio y el acoso sufrido. Hasta que el padre le pregunta a su mujer, en referencia a Lisa, la hija mayor del matrimonio, aparentemente modélica y nada problemática: «¿Cómo lo hicimos con ella?», ruega como pregunta Eddie, en referencia a la educación que dieron a la hermana del niño acusado de asesinato. La respuesta de la madre no puede ser más sencilla, demoledora, cierta y tranquilizadora al mismo tiempo que desasosegante: «Como lo hicimos con él». Sopapo de realidad. La constatación de que los padres, en realidad, por mucho que nos afanemos en educar bien, que estemos encima de qué ven nuestros hijos en sus móviles y ordenadores, que preguntemos cada día '¿qué tal en el 'cole', hijo?, que pidamos que nos compartan la ubicación hasta cierta edad cuando empiezan a salir por ahí con los amigos, que hablemos, reflexionemos y tratemos de aconsejarlos, al final estamos sometidos a la siniestra lotería de la vida. A que unas vivencias en el colegio, unas amistades o unas experiencias vitales no asimiladas acaben torciendo el destino de esas personitas que, desde que nacen, son lo más importante de nuestra vida y la razón de cualquier sacrificio por grande que sea. Empezando por el de pensar antes en ellos que en nosotros mismos. No se me deja de erizar la piel (lo hace mientras escribo esto) al recordar la escena final. Ese instante en el que el padre, tras hablar con su esposa, entra en la vacía habitación de Jamie. Con pósters de sus héroes infantiles en las paredes. Con sus juguetes coronando las estanterías. Con el peluche amado por su niño como único ocupante de la cama. Estampas casi idénticas a las de la habitación de mis hijos. Y el pobre hombre empieza a llorar sobre la almohada. A pedir perdón a su hijo por haberle fallado (a pesar de que nada pudiera hacer por evitarlo, o quizás sí...). A arropar al pequeño peluche y a darle un beso en la frente. Como tantas y tantas veces haría con su propio hijo. Así que no queda otra que confiar, hablar, intenar enseñar, dar ejemplo, y que Dios reparta suerte.

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