Urgente La Primitiva de este lunes deja tres premios de 35.758,38 euros

Una de las maravillas de poder escribir, a parte del placer de

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hacerlo, es la emoción de estar en contacto con las personas que te ... leen. Saber que en la otra orilla de este mar mediático en el que lanzas tu botella, alguien la recoge y te contesta. El último ejemplo me llegó esta semana. Con mi columna 'El bocata de bravas' y la respuesta por correo eléctronico de Jorge, el hijo del señor Ramón, el dueño del palacio gastronómico en el que todos los alumnos de Agustinos Valencia nos deleitábamos con sus patatas bravas y pimentón entre el pan a la hora del recreo. Pena de saber que el señor Ramón ya falleció. Seguro que allá en el cielo ya hacen cola y siguen pagando en pesetas por sus delicias. No ha sido el único mensaje de los lectores de los últimos días. Mi artículo 'La Virgen', sobre la patrona de mi pueblo, la Virgen del Rosario, me hizo disfrutar con otra misiva. Esta de Leandro Toledano, miembro de la Academia Valenciana de Genealogía y Heráldica. Conquense de nacimiento (de Sisante) y valenciano de adopción. Al revés que yo, pero con el mismo corazón de pueblo y la misma alma de combatir la España vaciada. Me habló de su libro 'Cofradías de la Atalaya: siglos XVII y XVIII'. Una publicación que va de eso, claro, de las cofradías existentes en ese pequeño pueblo de Cuenca. Pero lo bonito que me contó Leandro fue la intrahistoria. El 'cómo se hizo' del libro. Un relato lleno de moralejas de cómo combatir el olvido del pasado. Cómo recordar y revivirlo para seguir manteniendo la vista allá en el horizonte.

Leandro, en su papel de académico valenciano, investigaba el pasado de Froilán Carvajal, un abogado y periodista republicano fusilado en Ibi en 1869. Al padre lo tenía ubicado. Médico y de Sisante. De la madre, de Atalaya del Cañavate, ni rastro. Así que allá que se fue Leandro al pueblo. A preguntar por el abogado de infausto final en Ibi. «Aquí en el Ayuntamiento hay unos libros viejos tirados que no sabemos ni qué son». Esa fue la respuesta que allí le dieron a Leandro. El conquense-valenciano no dudó en abalanzarse sobre ellos. Eran nueve tomos manuscritos en los que se describían las cofradías del pequeño municipio en los siglos XVII y XVIII. Los libros se salvaron del saqueo de los milicianos en iglesias durante la Guerra Civil gracias a los mozos de Atalaya. Cuando podían entraban en la parroquia del pueblo y ponían a resguardo todo lo que podían. Así se salvó un pasado que ilumina ahora el futuro de esta vida presente. Por esas manos anónimas de antaño y por el interés de Leandro Toledano. El transcribió los manuscritos, costeó su publicación y los encuadernó como es debido. Ahora se conservan en el Consistorio, a salvo del polvo y del olvido. Y relatando las raíces de un pueblo. Los orígenes que al fin y al cabo son hoy los cimientos de la España vaciada: humildad, lucha y confianza en seguir persistiendo. Porque en aquellos libros sacados del fuego de la guerra y del abandono municipal, el académico valenciano descubrió que Atalaya siempre fue un pueblo del pueblo. Jamás tuvo hidalgos y bajo el poder constante de los castellanos. «Un pueblo humilde y valiente, nunca muy poblado, pero que nunca perdió la fe en sí mismo». Hoy sigue con apenas 100 habitantes. Ningún joven. Pero el día que Leandro giró su vista desde una gran ciudad de la Comunitat hacia aquella villa, cada instante en que Leandro no olvida cuáles son sus raíces, dio futuro a la gente del presente. Somos lo que fuimos. Y sólo manteniendo vivo eso, seremos.

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