En esta era de niños y adolescentes pegados a las pantallas, y sobre todo en estos tiempos en los que ya casi nadie tiene pueblo ( ... pobres infelices), uno lamenta cuánta calle, vivencia y disfrute se han perdido los chavales de hoy en día. Los hijos de los que tenemos pueblo, afortunadamente menos. Como mucha gente me reclama constantemente, especialmente el compañero Serrano López, que en esta columna se hable de 'Villafrenillos de arriba' (como irónicamente se refieren a mi pueblo) o no se hable de nada, pues allá que vamos a narrar de nuevo vivencias de mi querida Piqueras. Y hoy me referiré a cosas supuestamente insignificantes pero sin embargo maravillosas y que los jóvenes de hoy en día verán como algo de hace dos siglos (y se van poco...). Esta es época de macollas. La macolla es como se conoce en cuenca al plantón del trigo. Y entre Pascua y los Mayos, la costumbre marcaba que debían recogerse de campos cercanos, siempre de noche, siempre acompañada la recolecta de risas y no poco calimocho (vino y cola en una botella que iba de mano en mano). El destino, las puertas y ventanas de la moza que cada uno amábamos en el pueblo. Macollas anónimas, por supuesto, aunque a veces alguna notita candorosa se colaba. En cantidades pasmosamente grandes muchas veces, porque cuanta más macolla, más amor, para desespero de los agricultores, que veían un rodal de sus campos esquilmado cual si hubiera pasado una piara de jabalíes. Y para delicia de las mayores del pueblo, como Conrada o 'la Primi', algunas de las adorables 'abuelas del visillo' del lugar, que recorrían las calles para ver cuántas plantas le habían dejado a la hija de la Donelia, si había sido el hijo de la Crescencia o si la más amada era la nieta de la Getulia. Igualito que los whatsapps o los vídeos de un sólo visionado de Instagram que usan hoy sin cesar los chavales. Aquello era amor con las manos manchadas de tierra.
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O la noches sin luna por los caminos con una panda de chicos y chicas empujando un carro. Pero un carro de madera que tendría unas ruedas de dos metros de alzada, con su lanza para guíar la dirección. De nuevo calimocho en ristre y con un hachuelo como herramienta para cortar una chaparra. Milagroso que nadie acabara nunca arrollado. Con un radiocassete de aquellos de doble pletina, un lujazo en aquella época, en el que sonaba Queen y Hombres G. El objetivo, plantar el árbol en la puerta de la iglesia para celebrar la 'enramá' en Semana Santa, con las viandas colgadas en las ramas que luego se tomaban en el campo en una comida de risas y amistad. También igualito que las noches de botellón, reguetón y asfalto que practica la chavalería de hoy en día.
O las noches tumbados en mitad de la carretera, con un ojo contemplando las estrellas y el otro en advertir los focos de los pocos coches que pasaban. Otra vez con el calimocho al lado. O los baños en pelotas o leve calzón de madrugada en la piscina vieja, aquella en la que cohabitabas con las ranas y hasta con alguna oveja que despistada caía al agua. Y con escapadas de «¿dónde está este? ¿Y dónde está esta?»... O los días interminables en bici por los pueblos cercanos, casi como centauros de dos ruedas, con la mochilla bien provista de bocadillos de chorizo de orza, chóped y nocilla. Esta vez sin calimocho. A los chavales hay que dejarles que vivan la calle. Aunque la de hoy, en las ciudades, no sea ni tan segura ni tan inocente como antaño. Pero ya saben: es más de fiar un chaval con las rodillas peladas de darse trastazos que uno de marca de moda en pecho y hasta móvil 6G.
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