Secciones
Servicios
Destacamos
El aula tenía el típico olor a colegio. Ese aroma que es una mezcla entre goma de borrar, la tiza de la pizarra, el perfume ... de los uniformes escolares recién limpios, la cocina escolar... Olfatearlo es regresar de un fogonazo al pasado. Cuando corrías por los pasillos de la escuela, bocata de choped en ristre. Cuando reías, sudabas, sufrías por unas notas que en realidad no iban a ningún sitio. Y volvías a reír. Cuando entré en esa aula me topé con la mirada chispeante de Sofía. Allí estaban también Isabella, Rubén y Eduardo. Pero ¡ay, Sofía! Al verme agarró con sus manos una medalla que le colgaba del cuello. Igualita a esas que de niño nos daban en el pueblo para las carreras de sacos, el concurso de bici lenta o de natación. Las mismas que te hacían sentir Carl Lewis o Johhny Weissmuller. Sofía agarró la cinta de la medalla con sus deditos desmadejados. La alzó ante sus ojos. La hizo pendulear de un lado a otro mientras me observaba, traviesa. Y sin decirme nada me dijo: «¡Miraaa lo que teeengooo!». Su medalla de oro de boccia, el deporte adaptado que practican los niños con parálisis cerebral. Porque eso tiene Sofía. Un cuerpo anclado a una silla de ruedas pero un alma, un ánimo y un corazón que le dan mil patadas a muchas personas que veo en mi día a día. Que andan por la vida arrastrándose. Que empiezan cada día sin ilusión alguna. Que ven pasar las horas con la simple intención de que pasen. Para cerrar otra vez unos ojos que jamás han abierto. Para seguir muriendo en vida.
Y cómo sonreía Sofía. Y cómo chispeaban los ojos de Rubén, con una sonda saliendo de su nariz, con una respiración ronca pero deseando ponerme en su tablet con otro dedito desmadejado un partido de fútbol en Youtube. Con gesto gamberro al decir «soy del Barcelona». Y cómo 'Edu' me llamaba con sus ojitos. Detrás de las mismas gafas que se le descolocaban cuando movía su silla de ruedas eléctrica apoyando su cabeza en dos respaldos laterales. Anhelando que me acercara a su pantalla para ver cómo aprendía los días de la semana. Con Isabella proclamando a los cuatro vientos con voz balbuceante «¡quiero correr, quiero bailar!» mientras un exoesqueleto movía sus piernecillas y obraba el milagro de que la niña andara por el gimnasio del colegio.
El reportaje en el colegio de parálisis cerebral de Cruz Roja de Valencia me tocó el alma. Todo el mundo debería pasar por ahí. Ver las sonrisas de esos niños. Sus ojos brillando por el mundano momento de contemplar sus piernas moverse con la ayuda de la tecnología. Cómo el simple hecho de escuchar su nombre, que alguien les llame para hablar con ellos, les ilumina el rostro, les ensancha el corazón. Conozco a más gente de a pie con el alma eternamente muerta. Con el ánimo mucho menos vivo que estos niños. Amargados por problemas que en realidad son nimiedades. Dispuestos a agarrarse a cualquier contratiempo en sus vidas como excusa para seguir en su existencia de pesimismo, negrura y falta de ilusión. Zombies en vida.
Sofía, Isabella, Rubén y Eduardo jamás caminarán. No serán capaces de hacer millones de cosas que hacemos a diario. Andar, abrazar, saltar. Caerse y levantarse. Pequeños tesoros que ignoramos. Pero esa mañana los vi sonreír más que a mucha gente a la que conozco. Ilusionarse por el simple hecho de acertar con el dedo un icono de la tablet. Desprender emoción con sólo escuchar que alguien les llama por su nombre. Seres de luz y de vida. Ojalá los oscuros de la calle se iluminaran mirándose en su ejemplo.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Pillado en la A-1 drogado, con un arma y con más de 39.000 euros
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.