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Los dos niños jugaban descalzos y semidesnudos en un enorme solare de más de 200 metros cuadrados. Pisaban al lado de cristales rotos. Corrían junto ... a madejas retorcidas de alambres oxidados. Trataban de pillarse el uno al otro al lado de pilas de muebles y neveras que amenazaban con desplomarse de sólo un soplido. Todo ello a poco más de un kilómetro de distancia del emporio comercial de Xirivella. A tiro de piedra de las lujosas fincas que se levantan cerca de la V-30. Los dos niños corren sin el cuidado de nadie. Al poco aparecen Mura y Denisa. Dicen que no son sus hijos, que los pequeños son de unos amigos que se los han dejado porque tenían faena. Parece una simple excusa para esquivar la posible acción de la Fiscalía. Es una escena de la otra Valencia. La que nunca vemos. La de los olvidados. La de los apartados del mundo real.
En el solar que hace las veces de chatarrería ilegal en el que viven Mura, Denisa, los niños (ellas dicen que no) y así hasta una decena de familias no hay ni luz ni agua corriente. Emociona ver como Denisa hace el gesto de frotarse con una esponja y champú mientras se ducha. Un sueño para ella. Una escena cotidiana para todos los mortales pero que jamás apreciamos lo suficiente. Como si el simple hecho de abrir un grifo y que salga el líquido elemento no fuera algo sencillamente milagroso. El rincón olvidado de las familias rumanas junto a Vara de Quart se asemeja a una de esas tribus africanas aisladas de todo signo de civilización. Sin agua, sin luz, ni hablar del lujo asiático de tener internet. Sin una nevera en la que conservar los alimentos. Sin aire acondicionado ni calefacción para aguantar los rigores del tiempo. Sin dinero con el que hacer la compra semanal. Obligados a jornadas maratonianas, en África pastoreando o con el ganado, junto a nuestras casas buscando sin descanso chatarra por Valencia los 7 días de la semana. Para lograr un sueldo que con suerte llegará a 1.200 euros al mes. ¿Parece mucho, no? Eso para 10 familias. Unas 30 personas. Ni a miseria llega. Cuando uno vive escenas como esta se da cuenta de lo malcriados que estamos. De lo cabreadísimos que nos ponemos porque un día no haya agua caliente. Porque se nos olvide comprar la barra de pan diaria y no nos quede en el congelador. Porque se nos cuelgue el router y no logremos ver el episodio del día tras cenar de caliente y antes de tumbarnos en una cama mullida y cálida.
Ni Mura, ni Denisa ni los niños que corretean entre cristales rotos y alambres oxidados tienen opción de cambiar su situación. De mejorar su suerte. Nosotros podemos intentarlo a diario. Luego, prosperará nuestra vida o no, pero existen posibilidades de lograrlo. Pero aún así sentimos hastío de nuestra vida diaria. Nos sentimos infelices por nimiedades, por cosas que hacemos importantes cuando realmente son accesorias. Denisa y Mura miran con ojos chispeantes de alegría cuando les preguntan por Rumanía, por su patria, el país que dejaron atrás hace tres años y donde conservan aún familia e hijos. Con alegría pese a la nostalgia de la distancia. Uno tiene que ver para creer cómo Denisa narra con gestos alegres cómo se baña en una acequia cercana. Lo mismo da que baje el agua limpia o que sean fecales. Ella disfruta recdordando el momento. Sé que soy pesado porque lo he dicho mil veces en estas líneas. Pero en esta vida, para ser feliz, hay que querer serlo. Con lo más nimio. Pero muy pocos quieren intentarlo.
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