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Esta semana los dos vástagos de la casa han estado fuera. Ellos esquiando en el Pirineo catalán y en Andorra y aquí uno con el ... síndrome del 'nido vacío'. Aún me acuerdo de mis viajes de niño. Sobre todo de uno, en un campamento de la Policía Nacional en Santomera (Murcia). Con mi hermano desgañitándose a llorar los primeros días por estar lejos de sus 'papás' y yo haciéndome el mayor pese a estar igualmente abrumado y angustiado en las primeras veces volando fuera del regazo materno. O una excursión al Safari Park de Vergel en el que empecé a dar pan a unas cabras montesas y acabé rodeado por lo que yo veía como una amenazadora manada de animales. En una foto sobre la experiencia se me ve riendo, pero en el fondo estaba aterrado. Temiendo ser devorado o ensartado por decenas de cuernos. O aquella vez que dormí con mis padres en el preciosísimo hotel del Monasterio de Piedra. En el propio claustro del edificio religioso. Un lugar espectacular. ¿Yo? No pegué ojo en una habitación que antes debió ser la celda de algún religioso. Estaba aterrado por cerrar los ojos y que apareciese un monje que me raptara o directamente me comiera. Seguro que algo tuvo que ver el videojuego de MSX inspirado en 'El nombre de la rosa' al que jugaba por aquel entonces. O las primeras veces que uno iba a la discoteca, tomándoselo como si saliera a un local de alto riesgo del Hanoi más profundo. O la primera vez de ir a comprar tú sólo un encargo de mamá a la tienda del barrio. Minucias la mayoría de las veces pero montañas que parecen arduas de escalar para un niño.
Con el tiempo te cambia el prisma. Al ser padre pasas a engrosar el club de los sufridores. Pero al mismo tiempo, el de los disfrutones. Padeces por que les pueda pasar cualquier cosa lejos. De no estar en tu mano el control de lo que hacen. Temes no poder sacarles de algún atolladero en el que se metan. Pero cuando ves que a tu hijo adolescente se le desborda la cara de alegría cuando camina a medianoche con su madre arrastrando al lado la maleta, en busca del coche que debe llevarle a Andorra, piensas: 'Se me hace un hombre'. Cuando el pequeño de 12 años vuelve en el autobús que le ha llevado a los Pirineos como con otro brillo en los ojos. Con una resolución que no conocías, sólo con el simple hecho de buscar él su maleta, de mirarte con un aplomo que sin duda ha ganado en estos días. Entonces te dices: en la vida hay que caminar por el borde de precipicios para conseguir templanza, aunque lo que a ti te parece un precipicio en realidad es un viaje organizado y controlado. En la vida hay que andar por el filo de la navaja, aunque la navaja sea en realidad un grupo de inofensivas cabras que todo lo que te pueden hacer es romperte la camiseta a mordiscos. A los chavales hay que ponerles límites. Con la tecnología, con la hora de volver a casa, con el tiempo de juego y de estudio. Con mil cosas. Pero el miedo y el temor no son buenas herramientas en la vida ni en la educación. Muchos padres no dejan a sus hijos hacer cosas por el pavor a que les pase algo. El miedo es bueno en su justa medida. Cuando es precaución y cabeza ante las cosas. Pero esos padres lo que hacen es cortarle a sus hijos las alas para volar. Con esas alas ellos también se pueden estrellar, pero sobre todo pueden crecer, soñar, aprender y madurar. Así que ser padre es padecer porque llegan tarde de la nieve. Esperar despierto de madrugada cuando empiezan las salidas nocturnas. Sufrir y alegrarse al mismo tiempo. Así es la agridulce vida.
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