Urgente La Lotería Nacional de este sábado reparte el primer premio en diez municipios, uno de ellos de menos de 1.700 habitantes

A mí la Navidad me huele y me sabe a castañas asadas. Las que tostaba en la tapa metálica de la estufa de leña de ... mi abuelo Demetrio. Hasta que saltaban y crepitaban placenteramente. Hoy todavía guardo a veces castañas asadas (aunque sea en la sartén de casa) en la cajonera del periódico. La Navidad es despertarse de niño somnoliento a media noche y ver luces en la casa. Ruidos discretos. Sonidos de paquetes siendo colocados. Para luego despertarse cuando aún no ha salido el sol y gritar al descubrir el barco pirata de los 'clicks' envuelto entre papeles brillantes. Hoy me sigo emocionando a hurtadillas por la terraza, envolviendo regalos y observando las caras de los nanos cuando descubren sus sorpresas. Aunque el pequeño de la casa sepa ya el secreto de los Reyes Magos, sigue la magia. La Navidad era cantar por las calles de Piqueras, helado pero feliz, llamando a las puertas de los mayores y entonando el 'Campana sobre campana' a cambio de mantecados, rollitos de anís o incluso algún chorizo de orza. Ríete tú de las chuches del 'Jalogüin' de ahora. Hoy me sigue encantando disfrutar con villancicos a la mesa de Nochebuena o Navidad, rascando la botella de anís con el tenedor y palmeando los acordes. La Navidad era ver como el abuelo Demetrio se disfrazaba de Papa Noel para dar los regalos. O lo más parecido a ello que pudiera ser con un cojín como panza y una fregona de peluca. Era llorar de placer con la sopa con un caldo que podía cortarse de la abuela Felicitas. Era contemplar embobado a la abuela Marciana mirar sin pestañear el eterno programa de Raphael en la Nochebuena. O al abuelo Florentino dando cabezadas en el tresillo mientras Marciana le daba codazos porque roncaba. Hoy sus sillas están vacías. Faltan otros como Diego, mi entrañable suegro. Pero siguen vivos en recuerdos, vivencias y enseñanzas. Demetrio me protege cada vez que veo un camión de la empresa de mudanzas que lleva su nombre. Sonrío, le lanzo un beso y miro al cielo. La Navidad era cobijarse en el porche de algún amigo a beber calimocho. O en 'el transformador', en una escalera a los pies de una torreta eléctrica, congelados pero henchidos de amistad. Hoy siguen esos amigos en mi vida. La misma camaradería de ser felices incluso sin hacer nada. Estando sentados en un banco. Hablando de chorradas y simplemente celebrando que la vida sigue y no nos separa. La Navidad era poner en casa el belén con musgo, piedras y palotes que cogíamos con mis padres en las montañas cercanas a Valencia. Ocupaba toda una mesa, con su río de papel de plata, sus montañas y sus decenas de figuras. Simular el brillo del pesebre con luces detrás. Hoy me sigo ilusionando cuando hay que bajar el árbol de Navidad del trastero. El oso polar que brilla. El reno al que se le ilumina la nariz roja. Y el Papa Noel reciclado que hizo el pequeñajo en la guardería. Y sobre todo me emociono viendo cómo él lo monta todo. Alimentando el niño que uno nunca debe dejar de lado.

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Porque al final de eso va la Navidad. La de ayer y la de hoy. Y la vida. De recordar para crecer. De no soltar nunca la ilusión con la que saltaba en los charcos helados del pueblo para que el adulto de hoy chapotee sin miedo en los charcos embarrados que el día a día te pone delante. Hay quien dice que la Navidad es triste. Que cada vez hay más sillas vacías y eso deprime. Pero la luz de lo vivido sigue ahí. Como cuando apagas el comedor y te quedas sólo con los destellos del árbol. Hasta en la oscuridad más rotunda hay un brillo.

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