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De niño solía faltar a menudo a clase por lo que entonces se llamaban 'empachos'. Ahora no oigo esa palabra. Supongo que es lo que ... ahora los médicos llaman indigestión, gastroenteritis, virus o demás parafernalias sanitarias. Me gustaba aquella denominación. Sonaba menos agresiva y quizás más infantil. Zampón que era uno. Bueno, yo me sigo considerando un niño grande (al mundo le iría mejor si conserváramos más el niño que llevamos dentro), o sea que lo de zampón supongo que también seguirá implícito en mi ser. El caso es que aquellos días de empacho infantil suponían pasárselos en la cama. Guardando reposo en mi cuarto, a los pies de una estantería que se extendía del suelo al techo de la habitación. Al lado del escritorio en el que me desgañitaba aprendiéndome (mejor tratando de hacerlo) los pronombres febles, las declinaciones de Latín y la odiosa tabla de los elementos químicos. Cuando yo estaba en cama y mi madre se iba a hacer la compra, se asomaba a la puerta de mi cuarto y me decía: «¿Quieres que te traiga algo?». Mi respuesta siempre era la misma: «Un tebeo». Aunque en realidad, la 'crème' de la crème' de las peticiones era: «Un Mortadelo». Porque en aquellos días de tripa hinchada, caldos y visitas al baño, por mis manos pasaban cómics del Pequeño Cid, los libracos de tapa dura llamados 'Películas' de Disney, no pocos tebeos heredados de mi padre de 'Roberto Alcázar y Pedrín' o de 'El guerrero del antifaz'. Las aventuras de Tintín o las desternillantes misiones de Astérix y Obélix. Pero nada superaba al humor, la magia y las tramas del maestro Francisco Ibáñez. Con los inigualables agentes de la TIA, Mortadelo y Filemón. Con Ofelia, el Súper o el Profesor Bacterio. Auténtico humor español. Con la maravillosa e hilarante comunidad de vecinos de '13 Rue del Percebe'. Con las absurdas situaciones de Rompetechos. Y yo era féliz. Y sanaba riendo y viajando con mi imaginación al interior de aquellas diminutas y coloridas viñetas. Con la muerte del maestro Ibáñez se me va por lo menos media niñez. Se cierra casi de un portazo la inocencia de aquellos años. Del imperio del papel. Cuando ninguna pequeña pantalla ni sonaba ni brillaba. Preciosa moraleja en unos tiempos los de ahora en que países tan punteros en la educación como Suecia anuncian ya un volantazo en su política pedagógica: frenazo a las pantallas y regreso a los libros de toda la vida. Aquí no tardará en llegar.
¿Y saben cómo empezó a dibujar el pequeño Paquito? Con cinco años, en su casa no había ni para folios en blanco. Así que aprovechó la esquina de una hoja de periódico para esbozar un ratoncito. Su primer personaje. Dicen que su padre guardó ese retazo de genialidad hasta el día de su muerte. Y para que luego digan que los diarios de papel acabarán desapareciendo. Ilusos. A los siete años ya cobró cinco pesetas por una tira cómica en una revista. Su padre le dijo que estudiara contabilidad, peritaje y banca mercantil. Nada mató al genio. Así que saquen una moraleja. No obliguen a sus hijos a estudiar lo que tiene salida. Que hagan aquello que les apasiona. Y pongan libros en sus manos. De papel. De los que huelen a gloria, se rompen y se manchan. De los que cierras y piensas en sus maravillosas fantasías. Con papá Ibáñez y los geniales Mortadelo y Filemón yo fui un niño muy feliz. Sin datos que se gastaran ni pantallas que se agrietaran. Imaginando. Soñando. Viviendo.
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