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La escena se produjo junto al viejo cauce del río Turia. Cerca del complejo deportivo de la Petxina. A mediodía, cuando la niña seguramente acababa ... de regresar de clase. La pequeña tendría unos siete años. Su madre la sujetaba de unos tirantes mientras la nena se tambaleaba intentando mantenerse en pie en la acera. La madre sostenía su ropa con una mano mientras con la otra le ponía delante una pequeña pizarra rosa. El reclamo. De esas de las de antaño, con un pequeño lápiz de gel, atado con un cordel a la pizarra, y un diminuto borrador de espuma en uno de los lados del juguete. La madre apenas lograba mantener colgado de su hombro derecho un portátil que amenazaba con desplomarse contra el suelo. En el otro lado, la mochila de su pequeña. La niña sufría algún tipo de parálisis cerebral. Sus gestos la delataban. La madre no dejaba de sonreír en ningún momento. Sus labios se movían desprendiendo cariño y emitiendo unas palabras que yo no pude escuchar desde el coche. Pero seguramente serían algo así como «vamos, mi vida, tu puedes, un pasito más, tesoro, ¡adelante!». En busca del milagro que seguramente nunca llegue. Pero lista para alimentar el corazón y el alma de su hija con la misma dulzura que cualquier madre pone en sus pequeños. Presta a mantener el milagro de la vida.
Cuando observo una escena con niños que sufren estas dolencias me embargan un sinfín de sensaciones. La primera de admiración y respeto hacia estas familias. Entregadas a hacer mejor la vida de sus pequeños. Dispuestos siempre a sonreírles y animarles tras pasar ellos una maratoniana jornada de trabajo. Resignados y atemorizados seguramente al pensar qué será de sus hijos cuando ellos sean mayores. Cuando ya no puedan sujetar los tirantes con los que intentan dar al menos un paso. Y me pregunto qué haría yo si supiera que un futuro hijo viene mal en el embarazo. Qué pasaría por la cabeza de esos padres al saberlo y tener que decidir si abortar o no. Yo jamás lo haría pero no juzgo a quien lo hace. Y aplaudo y deseo el mayor de los reconocimientos para estas familias que hipotecan por completo sus vidas para que sus hijos puedan tener al menos una oportunidad. Que no dejan de sonreírles y mimarles aunque a esos padres el futuro les ennegrezca la esperanza.
Y pienso también en mi prima Sagrario, cuya hija sufre parálisis cerebral tras una negligencia sanitaria en el parto. Se llama Caterina y supera ya los 30 años. Vive eternamente anclada en una silla de ruedas. Pero jamás he dejado de ver sonreír a Sagrario. Ni a su marido José Antonio, todo pausa, serenidad y templanza. Y también he visto sonreír a a Caterina. Enseñando los dientes en una mueca de felicidad mientras gira su cuello como intentando decir, «¡ves, me muevo!». Todos se vuelcan. La casa gira en torno a ella, habilitada para hacerle la vida más fácil. Las vacaciones familiares giran alrededor de 'su niña'. No fallan nunca unos días en el pueblo. En jornadas en las que Caterina mira enfadada la puerta desde dentro de casa. Porque quiere salir por las calles de Piqueras del Castillo. Notar el aire y los rayos del sol. Que su hermana Claudia se la coma a besos. Las caricias de su abuela Apolonia mientras la saludan desde cada corrillo a la fresca. Yo jamás prohibiría el aborto. Pero no dejo de pensar cómo de felices son y cómo serían esos padres que optaron por no seguir adelante. Cuantas pizarras rosa se han perdido en la vida. Cuantas miradas a la puerta cerrada. Cuantas sonrisas. Torcidas, pero sonrisas al fin y al cabo, llenas de luz y alegría.
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