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Las instantáneas que llegan de buena mañana del sábado de la playa de la Malvarrosa permite ver los restos de la multitudinaria noche de San ... Juan. Contados rescoldos de las hogueras rápidamente retirados por los servicios de limpieza del Ayuntamiento (es increíble como se puede dejar como una patena en apenas tres horas un arenal convertido en estercolero). De noche el paseo atestado de familias cenando bajo la agradable brisa (si se puede hablar de eso ante un domingo que se anuncia a 39 grados). Niños jugando al aire libre y casi sin vigilancia de los padres. Sensación de libertad. Espíritu de tribu. Y me vino una reflexión a la cabeza. Las noches de San Juan sacan el pueblo que todos llevamos dentro. El pueblo que todo el mundo querría tener y no todos disfrutan. Algunos sí que lo hacemos. Y entonces es fácil ver los muchos paralelismos entre las pequeñas villas de España y esa noche en la que una ciudad se echa a la calle, a la luz de la luna y a la orilla del mar, para celebrar con una desbordada comunión la llegada del verano. Esa estación en la que los pueblos veían llenarse sus puertas (cada vez menos por el despoblamiento de la España vaciada) de corrillos formados por los abuelos, mayores, medianos, perros sueltos por las calle, juegos del 'churro va' que sustituían a las pantallas de ahora... Cuántas enseñanzas recuerdo sentado en el escalón de entrada a casa de mis abuelos Demetrio y Felicitas, escuchando hablar a la Cristeta, a Domingo, a la Fermina pasando disfrazada o con chistes, las confesiones entre las hermanas Marciana, Marcelina, Nicolás... Familia, experiencia, diversión y costumbre. Eso mismo que estalla cada noche de San Juan entre sillas y mesas de plástico del circo humano del Paseo Marítimo. Idéntica sensación se respira con las hogueras. El tótem de la idílica relación del hombre con el fuego. Atávica. Prehistórica. Un sentimiento que se remonta a las tribus. Con la misma sensación hipnotizante que cuando te sientas ante la chimenea en el pueblo. ¿Para hacer qué? Para hacer nada. Mirar las llamas. Vaciar la mente. Viajar de chispa a ascua. Del chasquido de la madera al olor del humo en tu ropa. Sensaciones primarias. Innatas.
Lo mismo que los saltos de los chavales sobre las hogueras de San Juan. El juego con el riesgo. La sensación del control de las mismas llamas que nos sirvieron aún casi simiescos para calentarnos y alimentarnos. El retorno a nuestro pasado más incipiente. Como pasaba en los pueblos con las fogatas. Escenario de espectáculos 'pirotécnicos' tan imprudentes como emocionantes. Inocentes. Los de tirar a las llamas latas de gasolina a medio vaciar y ver cómo salían despedidas con un estallido. O arrojar botes de espray insecticida para deleitarse con la pandilla de amigos de las llamaradas que surgían al deflagrar el contenido. Algo imposible hoy en los tiempos de lo políticamente correcto con los niños. El veto a las rodillas peladas por las heridas. El freno a alimentar el alma con juegos tan salvajes como humanos.
San Juan parece muy capitalino pero en realidad saca al 'ruralita' que todos llevamos dentro. Por mucha jaula de cemento, comercio, cosmopolitismo, alta cocina y postureo fashion 'instagramero', en el fondo todos seguimos llevando la boina bien calada. Continuamos teniendo alma de orza de chorizos y tortilla de patatas de cuatro dedos de nuestras abuelas. La naturalidad que nos mantiene con los pies pegados a la tierra. Como el mágico atavismo de San Juan.
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