Ayer bajando a Rayo a la calle me topé con Matías. Un argentino muy dicharachero que siempre tiene ganas de hablar un rato. Por fugaz ... que sea el encuentro. Cargaba una gran bolsa de deporte. «Se me desbarató la lavadora, pibe», soltó mientras se dirigía a una de esas lavanderías callejeras del barrio. Como siempre que me encuentro con él, no se le olvidó darme las gracias. Por aquella vez que le sacamos en el periódico dentro de un reportaje sobre las listas de espera quirúrgicas y que permitió que se activara la operación de vejiga que esperaba hacía más de un año para un mal que le hacía ir sondado, que le estaba minando como persona y que no le permitía trabajar. «Te debo un asado», volvió a decir, como me suelta siempre. Si cada vez que lo hubiera dicho lo hubiera hecho, no cabría ya por la puerta de la redacción. La carne es lo de menos. Inicié el paseo con mi Jack Russell con una sonrisa de felicidad en la cara. Por haber ayudado a alguien con el periodismo. Por haber sido útil a la sociedad. Por haber ejercido como servicio público, que es a lo que deben tender todos los medios. Somos empresas, sí. Los resultados mandan, cómo no. Las cifras aprietan, por supuesto. Pero eso a los plumillas, a los periodistas, a los encargados de pisar la calle, nos la trae al pairo. Sencillamente porque no entendemos de ello. Este jueves en La Rotativa de LAS PROVINCIAS se dio el pistoletazo de salida para el 160 aniversario de este diario. Con un coloquio entre profesionales sobre la importancia del periodismo local. Y a mí se me quedaron clavadas varias reflexiones. Varias palabras. El mantra de esta profesión. Somos personas. Queremos ser útiles. Somos vecinos y sentimos nuestras calles. Y por mucho que cada mañana despertemos asomándonos a los periódicos de la competencia para ver si llevan algo que nosotros no, o nos enchufemos a la herramienta de medición de audiencia de la web para auscultar cuánto y cuántos nos leen, y qué cosas interesan más, lo que verdaderamente nos obsesiona y realiza es ayudar. Ni siquiera influir, como piensan muchos con aquello del 'cuarto poder'. En mi vida profesional no he sentido más orgullo que al cambiar vidas. Como aquella vez que impedimos que entrara en prisión una joven madre, Olga, vecina de Mislata, por una chiquillada de más de una década atrás al viajar en un coche en el que unos amigos llevaban droga. Ella lloraba en la redacción con su niña de tres años mientras contaba que le pedían ingresar en prisión. Las plumas hicieron que ella no fuera a la cárcel y que su hija no se quedara sin madre. ¿Cuántas crónicas de compañeros en esta dana entre el barro habrán logrado que una ayuda llegue más pronto, que los peritos aceleren su examen, que se abra más el grifo de las ayudas del Estado? Convencido de que muchísimas. No olvidar a los padres de las dos niñas fallecidas en el hinchable de Mislata para que el proceso avance. Para que se haga Justicia. Seguir al lado de las familias de José, Francisco y Elisabet para que jamás de deje de buscar a los tres cuerpos que quedan por recuperar tras la maldita riada. Pisar sin cesar despachos y palacios para que la reconstrucción en manos de Gan y Ángel avance de una vez por todas y rápido. No importarán las horas, las deshoras, los cambios y la escasez de manos. Si el periodismo sigue pegado a la calle, a la gente, escuchando los problemas del vecino, llamando al poderoso para que atienda al plebeyo, cumplirá su mantra: ser local, servicio público y ante todo humano.

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