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Cuando yo iba al colegio había pocas cosas que me dieran más rabia que los castigos colectivos a toda la clase porque alguien hacía una ... gamberrada o algo mal y no confesaba. Llegaba entonces la típica cantinela del maestro. «O confiesa el que ha sido o lo pagará toda la clase con un examen mañana de dos temas de Sociales». Y el canalla de turno seguía en silencio. Ni siquiera los compañeros que se sentaban a su lado o lo habían visto se atrevían a delatarle. En la 'ley de la clase' tiene mayor condena un chivato que un gamberro. Aunque también me daba mucha rabia cuando el profesor de turno le perdonaba el castigo a alguien a quien ya se lo había impuesto. Que no le pidiera al infractor al día siguiente un trabajo de 10 páginas por atizarle al maestro con una bola de papel en el cogote. El mensaje que trasladaba el docente a los alumnos era obvio: no pasa nada por hacerlo mal porque luego no hay castigo.
No es que yo fuera ningún santo. Yo también me dedicaba a robar bocadillos ajenos de las mochilas de alumnos cercanos y a pincharlos con la escuadra, el cartabón y hasta el compás. Siempre con mi inseparable Jaime (aún somos amigos, la maldad une mucho...). O a comer con él castañas en clase y convertir las peladuras de castaña en proyectiles con los que intentar acertar en la cabeza de algún incauto de espaldas. O sazonar las bromas de un tono picarón, como cuando saqué el calzoncillo que llevaba en una bolsa de deporte para mi entrenamiento vespertino en la piscina de Valencia y que enseñé a un compañero mientras le cantaba con voz traviesa: «Me he quitado los calzooooneeesss».
En no pocas de mis andanzas estudiantiles acabé en el pasillo, escondiéndome en el baño cuando oía pasos ante el miedo de que fuera el temible Padre Alonso, más conocido como 'El Cuervo' (por su inconfundible voz con dejes de graznido), para evitar sus broncas de órdago o que me llevara al despacho y diera cuenta a mis padres. Otras veces arrastrando mi mesa al fondo de la clase, para quedarme allí desterrado del resto de los compañeros. Pero siempre admitía el castigo con estoicidad. Ni intentaba librarme de él ni buscaba el indulto. Sabía de la justicia de la pena.
Sánchez es como ese mal maestro. El profesor que impone un castigo a todos los alumnos (españoles) por el mal camino de uno de ellos. Pagar justos por pecadores es lo que va a pasar por el brutal desequilibrio autonómico que desde ya comenzará a abrirse con respecto a catalanes y vascos tras las prevendas logradas por unos y otros a cambio de que el socialista conserve la poltrona del poder. Pero sobre todo, el nefasto maese Sánchez ha lanzado un mensaje: si alguien comete un delito, no pasa nada porque aquí estoy yo para amnistiarlo. A lo César de la antigua Roma, con sólo levantar o bajar un pulgar en el circo en que se ha convertido España. Esa es la moraleja que se ha asentado en el país. La versión más diabólica del «hecha la ley, hecha la trampa». O lo que es lo mismo, «hecha la ley, hecha otra por obra y gracia del César de Ferraz» para enmendar lo que había y seguir en la senda del poder cuál Atila tras el que no crece la hierba.
La diferencia es que entre aquellos pupitres este mensaje era grave, porque se asentaba en personalidades en formación y con perniciosa influencia en su forma de ser futura. Pero en nuestra España el mensaje es de división, crispación, ninguneo, odio, resentimiento, falta de diálogo y despotismo. Y eso no se arregla con un simple reglazo del maestro.
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