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Mientras escribo estas líneas está tumbado a mi lado en el sofá. Tiene una cama propia con estampados de huesos y posiblemente más mullida que ... el sillón, pero él prefiere estar cerca. El contacto conmigo. A menudo mientras tecleo pone una pata sobre mis manos. Como ahora. Con ánimo juguetón, o quizás como tratando de inspirarme. Llegar a casa es saber que el sólo hecho de toser en el rellano, o el tintineo de las llaves al entrar en la cerradura, es tenerlo esperando con el hocico pegado al quicio de la puerta en cuanto esta se abre el más mínimo centímetro. Por la mañana es el primero en ir a despertarme con lametones y gruñidos de inquietud porque quiere su paseo matutino. Cuando elevo la voz hablando por el móvil, enfadado por algo del trabajo o alterado con alguna noticia de última hora, salta como un resorte sobre mi regazo, me mira muy fijamente como diciendo «¡oye, no te enfades, estoy aquí, no merece la pena!», y empieza a chuparme toda la cara mientras no deja de mirarme a los ojos, esta vez quizás expresando: «¿Mejor, ahora mejor?». Si me levanto, él se levanta. Sea para ir a ponerme el pijama, coger algo de la nevera o incluso para sentarme en el 'trono' del váter. A él le da igual. Debe tener un reloj interno dentro porque es capaz de controlar a la perfección cuando voy a salir de la ducha. O quizás nota que ya no corre el agua. O que agarro la toalla. No importa lo que tarde, más o menos. Cuando voy a salir, empuja la puerta del baño como un torete y se planta a los pies de la mampara, presto a 'secarme' las piernas con su lengüecilla en cuanto pongo un pie fuera del plato. Cuando lo saco a la calle, con la correa, de vez en cuando alza la vista desde los apena 30 centímetros que levanta desde el suelo. Rayo sabe que siempre voy a su lado, pero él parece querer asegurarse de que todo va bien por allá arriba. Él, yo y sus pequeñas pelotas (unas cuatro o cinco se aparecen por cada rincón de la casa, más algunas transformadas en madejas de plástico por obra y gracia de sus colmillos como agujas, con las que a pesar de todo aún juega) podemos mantener una simple y prolongada relación de horas. Tan poco compleja como coger pelota-tirar pelota-correr a por la pelota-traer pelota-resistirse a dar la pelota-acabar dándola-coger pelota-tirar pelota... y así una y otra vez hasta que la lengua casi le llega al suelo.
Esto parece una simple columna de un perro. Un escrito glosando a mi Jack Russell. Pero es mucho más que eso. Es una alabanza a la entrega incondicional y sin esperar nada a cambio de estos animales angelicales. Vale que yo le echo la comida, lo saco, juego con él y le hago mimos. Da igual. Si un día no lo hago, no se enfada. Ni cesa en su fervor. Y esta columna también intenta probar otra gran verdad: no se puede ser buena persona si no se ama a los animales. No digo que yo lo sea, Dios me salve de echarme flores. Pero basta hablar con expertos para constatar como muchos maltratadores o autores de maldades, son absolutamente crueles con sus mascotas. O ídem con los niños pequeños. Tener un animal en casa, un perro sobre todo, te convierte por fuerza en más generoso, en más desprendido por ayudar sin esperar nada a cambio. Uno no saca mayor beneficio de pasearlo tres veces al día (el ejercicio nunca viene mal), de llenarle el cuenco o de horas y horas de tirar la pelota. Hace a los niños más responsables. Tener un perro en casa debería ser ley de vida. Desestresan. Tranquilizan. Con uno en cada hogar ni falta haría la fantochada de la Ley de Bienestar Animal.
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