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En Valencia hay más bares que farmacias. Infinitamente muchos más que bibliotecas. Y vergonzosamente, una enormidad más que cajeros automáticos. El tercermundismo al que nos ... están sometiendo los bancos con lo del cierre de sucursales es dantesco y las colas para sacar dinero, pagar recibos o hacer cualquier trámite financiero en la ciudad se asemejan ya a antiguas esperas en las colas de la cartilla de racionamiento. Con los bares no hay crisis. En la Comunitat hay unos 30.000 si los juntamos con los restaurantes. Los de barrio, los de tercio, cortado y almuerzo socorrido, la gran mayoría en manos de ciudadanos orientales. Cualquiera lo puede ver en su barrio. Negocios bastante boyantes o pacientemente sacados adelante por dueños acostumbrados a vida más que estoica. Que le digan a cualquier chaval de hoy en día que hereda un bar para estar de 7 de la mañana a casi 12 de la noche en días laborales, amén de las jaranas del fin de semana. Ni 'jarto' de vino.

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Pero eso es en las ciudades, donde los bares son negocios. En los pueblos son lugares de reunión en los que comer y beber cuando no hay mucho más que hacer. Y en aldeas como Piqueras del Castillo, que no llega ni a 40 habitantes durante la mayor parte del año, son el corazón y el alma del enclave. Piqueras vuelve a tener bar tras casi un mes cerrado. Su anterior responsable lo dejó al salirle otro trabajo. El bar de un pueblo así es muy esclavo. Apenas te permite librar una tarde a la semana. Y mes de vacaciones si consigues llevar a alguien (y pagarle) para que lo mantenga abierto. Tienes que limpiar el local del médico. Y cierto que te dan una vivienda por apenas 100 euros al mes. Pero durante la mayoría del año entrarán en la caja apenas unos euros al día de los cafés de los lugareños y las meriendas de las mayores cuando vuelven de andar por la tarde. Eso sí, «es la mejor parcela del pueblo», dicen muchos. En verano y festividades varias (Semana Santa, Halloween, puentes...), las monedas entran a espuertas entre botellines y cacaos.

Pero no es un negocio. Es un local social. El lugar al que acuden los pocos habitantes del pueblo en los meses fríos a cascar calentitos al fulgor de la estufa de 'pellet'. El sitio al que acudir si alguno pega un traspiés en el huerto para pedir ayuda. El hogar en el que Isabel, Conrada, Angelina, Donelia, Esperanza o Ali (pocas más residentes quedan) se cuentan las cosas de sus familias, sus achaques o desvelos. El punto en el que Miguel Ángel, Enrique o Bernardo (alguno más porque tienen que ser pares) matan las horas muertas después de comer con el truque o el dominó. El escenario en el que tomar algo después de la misa de domingo mientras el frío aprieta fuera entre los meses de octubre y febrero. La mesa en la que los jóvenes llegados de las capitales en fin de semana se reúnen para cenar «con lo que cada uno traiga de casa», se ponen al día entre tercios y se animan no pocas noches con vídeos musicales de Youtube en la tele y los 'leds' de colores que adornan la barra, entre El Fari, Rosalía y el 'reguetón' cuando entran en el bar 'los jóvenes', los verdaderos, no los que estaban ya en las mesas y hace ya que peinan canas. Un lugar que hace pueblo. No un negocio, aunque lo acabe siendo para alguien que quiera abandonar el sinvivir de la urbe. Su reapertura hace que Piqueras recupere el alma. El pueblo de comunidad unida. En las camisetas de la comisión de fiestas de este año se lee un lema. «Más que un pueblo, una familia». Su corazón, el de muchos pueblos al borde de la despoblación, sin colegio ni niños, late de nuevo.

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