Vicky es una niñita que vive por el barrio. Su padre es de Guinea Ecuatorial. Acostumbra a llevarla por las calles de la Olivereta con ... un carrito pequeño, ajado y no demasiado limpio. Ella suele jugar en la calle mientras su padre se toma algún café o cerveza en alguno de los bares de la barriada. Aunque en realidad Vicky no juega. Sale y observa. Mira muy fijamente a la gente, con unos ojos tremendamente negros y muy abiertos. Señala con el dedo. Tendrá unos cinco años. El pelo muy corto, en el que le gusta llevar pinzas rosas, naranjas o amarillas. Lo que sea pero de colores chillones y con adornos monos. Como si quisiera que llamaran la atención en luggar de ella. De vez en cuando salta sobre sus zapatitos color crema de ante. También desgastados y ennegrecidos. Para su edad apenas habla. Es autista y tiene una pequeña parálisis en la boca. La nariz como achatada, en exceso, quizás por algún problema en el embarazo o parto. Pero unos ojos que se te comen vivo.
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«¡Guau, guau!», me dice siempre que me ve con Rayo al lado. Como buen Jack Russell, mi perro es no muy confiado, con carácter y muy selectivo con quién se le acerca y quién puede acariciarle y quién no. No muerde a nadie (con los perros ya es harina de otro costal...) pero puede soltar un gruñido de desconfianza y más bien de autoprotección si no le da buena espina o no le cae en gracia el que se aproxima. Y es especialmente reacio con los niños. Al menos con los que no conoce. Con mis hijos y mi sobrina es un amor. Pero los pequeñajos ajenos que se le acercan, esa es otra historia. Con Vicky fue muy distinto desde el principio. Quizás por ese sexto sentido que dicen que tienen los perros. Y vaya que si lo tienen. Rayo movió el rabo como una centella de lado a lado la primera vez que vio a la niña. Nos cruzamos mientras el paseaba y olfateaba y ella caminaba con un lazo verde en el pelo y muy pegadita a papá. Ella fue menos efusiva en ese encuentro inicial. Apretó más fuerte la mano de su padre y se abrazó a sus piernas mientras paseaba. Lanzó un mirada tímida a los ojos negros y color miel de Rayo. Al mismo tiempo anhelante. Él me miró como diciendo; «¿qué pasa? No he hecho nada mal...», decepcionado porque la niña no tratara de acariciarlo. La segunda y sucesivas veces ya llegó el encanto. Vicky alargó su mano para tocar el blanco lomo de Rayo. Él correspondió con un pequeño lametón. En el rostro de Vicky surgió algo y en el de su padre, también. Ella sonrió. A su padre se le humedecieron los ojos. «Los médicos dicen que no sabe sonreír por su autismo».
Qué sabrán los médicos del poder del amor y del cariño. Qué sabrán los médicos de las magias de la vida. De los pequeños encuentros e instantes que nos sirven para seguir adelante en la maraña de estos días de prisas, olvidos, barros y dramas. Y desde entonces, Vicky siempre sonríe cuando ve a Rayo. Heroína ante los que le dicen que nunca podrá hacer algo.
Y ahora habla mucho más cuando nos ve. Se preocupa si me ve sólo y no al perro. «¿'Ode' está 'guau guau'?». Sale de alguno de los bares del barrio mientras los dueños chinos observan dulces. Y ya no sólo mira. Juega con una pequeña pelota verde o exhibe un camión de bomberos de juguete con la escalera rota. Dice adiós con la manita cuando se marcha agarrada de la mano de papá mientras este empuja el carrito sucio y desgastado. Camina sin miedo por la vida. Sonriente pese a lo que dijeron y digan.
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