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Las mesas del bar de Piqueras del Castillo son centenarias. Quizás hablar de esta edad sea exagerado. Pero si se suma su esencia física y ... sentimental, no hay duda de que así es. Las mesas tienen patas negras de acero y un tablero de madera marrón con vetas algo más oscuras. Pero si alguien se sienta por primera vez ante ellas hay algo que le llama poderosamente la atención. En su centro y extendiéndose hasta cada uno de los cuatro lados de la mesa hay una especie de aspa informe y blanquecina. Un dibujo que cubre prácticamente todo el centro y buena parte de los costados. Como una de esas formas de Roschach que los 'arreglamentes' usan para bucear en nuestra psicología. Es el resultado de años, décadas, de partidas al truque y al dominó. El efecto de las manos, las fichas y las cartas arrastradas entre gritos, risas, quintos y cafés. El recuerdo de tantas y tantas partidas del tío Amelio, el tío Enrique, Avelino, Eliseo, Martín 'el Zapatero', los abuelos Demetrio y Florentino (este poco, que era más de quedarse leyendo el ABC), Basilio, 'Farrache'... tantos y tantos que estuvieron y ya no. Por el bar habrán pasado en los últimos años más de una decena de arrendatarios. Posiblemente más. Pero nadie cambia los tableros de la mesa. No parece dejadez. Quizás es que nadie quiere. Nadie osa borrar lo que es como un recuerdo vivo. Otro fogonazo de los muchos que han hecho pueblo.
Como yo las tengo tan vistas desde hace tanto tiempo, ya no me llaman demasiado la atención. Pero esta Semana Santa, apurando tercios sobre la madera, me volví a fijar en la mancha. A cualquier forastero quizás le parezca una nimiedad. Una chorrada. Pero en un pueblo cualquier detalle importa. Lo bueno y lo malo se magnifica. Son pequeños dogmas de la vida a los que aferrarse. Gestos que al final hacen comunidad. Y hay más. Estos días, con esos tercios, contemplé otro detalle. A las tres es la hora de la partida. Es sagrado. Y en una mesa fija e inamovible. En ella estábamos el grupo de amigos cuando Bernardo, el camarero, con su gruñona hospitalidad sarcástica (pero hospitalidad al fin y al cabo) nos apremió a acabar e irnos o cambiarnos de mesa. «¡Que tienen que echar la partida!». Había otras tres o cuatro libres. Pero 'la mesa' era esa. No es ninguna tontería. Otro clavo vital al que aferrarse. Un poco al revés de aquello de «que todo cambie para que nada cambie». También pasó otro día ya cerca de las cuatro. La hora del café de las mujeres. Nosotros (los 'jóvenes', según los piquerereños'), apurábamos tercios en otra mesa. Y llegó la Donelia y se sentó en esa misma mesa. Una de las más mayores del pueblo. Y luego la Isabel. Y al final, los 'jóvenes' nos fuimos. Porque aquella era 'su' mesa. La del café. Al lado de la estufa de pélets. No valía ninguna otra libre. Que nada cambie para que todo siga igual. Y para que el pueblo permanezca.
El hombre es un animal de costumbres. Al final la rutina parece que nos apresa. Que nos tortura. Ansiamos escapar de ella con cosas diferentes. Experimentar. Viajar. Nadar entre tiburones. Pasar la Nochevieja bajo la aurora boreal. Pero al final ansiamos más esa 'rutina'. Esas raíces. Esos surcos en la mesa que nos hacen sentir la pertenencia a una comunidad. El sentarnos siempre en la misma mesa de la vida. Con los mismos. Parece aburrido, anodino y antiguo. Pero quizás nos hacen falta en la vida más surcos. Más anclas que nos aseguren no ahogarnos en las borrascas de cada jornada. Tenerlas es el seguro para seguir barajando y jugando la partida cada amanecer.
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