Los bares son mucho más que lugares en los que tomar café, beberse unas cervezas o picar algo. Son auténticas atalayas de la vida. Ante ... sus barras, sólo hay que acodarse a esperar, como el que aguarda en un puesto de ojeo de la caza, para ver llegar todo tipo de personajes. Toda clase de escenas. Las barras son también como una especie de diván. Como un psicólogo entre Mahous, platos de cacaos, botes y cazallas. Terreno fértil para desahogos, confesiones y relatos repentinos. En una de ellas andaba yo el otro día, revisando la agenda de temas del día siguiente tras una jornada en la redacción, cuando él empezó a hablarme. El hombre llevaba un tiempo al lado mío, en silencio, bebiendo un bote de cerveza mientras observaba vídeos en redes sociales con los auriculares conectados al móvil. Yo tomaba una cerveza de vuelta de dar un paseo a Rayo, mi Jack Russell. Y de repente rompió a hablarme. «Bonito tu perro», fue su primer comentario. Yo empecé desconfiando, pues en las barras de los bares de barrio también abundan los embaucadores, tahures y demás personajes. El hombre dijo llamarse Rolando y ser de Paraguay. «Yo tengo un perro en mi país con el que he hecho un 'pozo' de 'plata'», me siguió contando. Y entonces me enseñó un vídeo en Youtube en el que se le veía a él, en su Paraguay natal, subido en una moto. A sus espaldas trepaba su perro, un Border Collie, y se ponía de copiloto con sus patas delanteras colocadas sobre los hombros de su amo. Hasta que la moto arranca con el can como perfecto pasajero. Rolando me contó cómo había ganado dinero en Paraguay con el 'show' de su perro. Pero sobre todo empezó a abrirme las puertas de su vida. De los pesos de su corazón. «Estoy ilegal en España, pero me gano la vida trabajando en la construcción». Rolando me contó como en Paraguay sigue su hija de 13 años. Su madre de casi 80 años. Cómo todos los meses les manda dinero para que salgan adelante. Lo mucho que las echa de menos, pero lo muy feliz que se siente al saber los tesoros que suponen allí los exiguos sueldos que logra enviarles. «Con 10.000 euros, allí te compras una finca con su vivienda, su terrenito y hasta su ganado», explicó el paraguayo. Muchos españoles están invirtiendo allí pese a la corrupción local, subrayó el hombre. Y así, hablando de esto y de aquello, compartimos una cerveza. «Que te vaya lindo», fue su despedida.
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Otras veces la 'terapia de barra' sirve para que alguna jubilada que se toma un descafeinado en una mesa cercana se ponga a comentar contigo, de manera intensa, las noticias del ejemplar de LAS PROVINCIAS que ojea. O para que un anciano que pasea ayudado por un andador se detenga y empiece a hablar contigo del tiempo que hace, de la obra de enfrente o del horror de un patinete que le sortea. Quizás las únicas palabras del día que dirige a alguien si hace tiempo que vive sólo. O el diván de las barras también sirve para conocer la historia de Horacio, para aprender con su sonrisa. Ya narré aquí su vivo ejemplo. Camerunés, huido de Boko Haram en su país, dedicado a vender pulseritas como mantero a razón de 10 euros al día. Y con un rostro perpetuamente alegre.
Así que una barra es como la vida. Si sabes mirar siempre te encuentras tesoros. También miserias y tristezas, como no. Pero en cualquier caso, enseñanzas. Como las de Reinaldo u Horacio. Solos y peleando por sacar a sus familias adelante a miles de kilómetros. Pero felices.
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