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Cuando era niño, el verano llegaba ya en junio. No es que ahora haya cambiado por aquello del cambio climático. Es que apenas soltados los ... libros, la mochila y el estuche Pelikan a final de mes, el alma ya te pedía pueblo. En realidad como ahora. Pero en aquellos años mozos, mientras junio agonizaba, despertaba la niñez más maravillosa del mundo. Ni campamentos, ni parques temáticos, ni estancias en el Reino Unido o Estados Unidos para aprender inglés ni historias de esas que tanto se llevan ahora para aparcar a los chavales. En aquellos junios de niño, mis padres nos soltaban ya al terminar el curso en el océano de libertad del pueblo. Empezaban días eternos de sol, magdalenas del horno de Valera de Abajo y rodillas en carne viva. Tiempos sin pantallas hipnotizantes ni redes enredantes. Tiempos de ir llamando a los amigos de puerta en puerta. De desfilar por los hogares de padres y abuelos. De Crescencia, Ali, Lilina, Ambrosio, Milagros... nombres maravillosos de tiempos maravillosos. Tiempos de excursiones en bici al pino de la Tía Melitona, al Cerrillo de la Horca, a los Riscos de la Hocecilla, a las cadenas de Barchín. Al corazón de los amigos y los labios de los primeros amores inocentes. Al único despacho telefónico del lugar. El de Melgue y Domitila, para echar de menos a los papis mientras les llamabas, apenas unos segundos de nostalgia que se esfumaban en cuanto ponías un pie otra vez en la Motoretta y le dabas un nuevo bocado al pan con chorizo de orza del abuelo Demetrio.
Tiempos sin reloj ni horarios. De pisar la casa como si una pensión fuera, comer y dormir. De tostarse entre trigales, pinos y girasoles con épicas batallas de romanos, vikingos o la civilización que quieran imaginarse, con palos y pinochos como armas. Tiempos de esperar las fiestas para mirar ojiplático el puesto del 'almendrero', con garrapiñadas, alajú, ruedas de maíz, manzanas de caramelo, muñecos paracaidistas, cámaras de fotos de juguete con un gusano sonriente dentro... un mundo mágico y desbordante, sin arrobas ni componentes digitales.
Tiempos de bañarse en la 'piscina vieja', entre 'mocos de rana', bichos-tenedor, escuerzos y risas eternas. De cobijarse en las horas de más sol frente al televisor al calor de las mágicas 'El gran héroe americano' o 'El coche fantástico'. Para saltar con los créditos a la Motoretta y surcar sin cesar la Manchuela. Tiempos de temer la llegada de septiembre, de regalar letras con tu inicial, talladas en madera de chopo, a la chica de tu amor de verano. Tiempos de regresar a la vida real con lágrimas en los ojos cuando el Ford Mondeo paterno surcaba de regreso las curvas hacia Barchín del Hoyo.
Tiempos que, cuatro décadas después, siguen existiendo en Piqueras del Castillo. Allí siguen libres los niños de hoy. Sin apenas cambios. Quizás los móviles, que ni Melgue ni Domitlia ni su despacho telefónico están ya, y que la globalización y las pocas ganancias de viajar a una aldea han dejado al 'almendrero' en el cajón del olvido. Pero allí en la Mancha sigue habiendo un lugar en el que los relojes no existen. Tiempos en que los más pequeños se cuidan unos a otros y campan a sus anchas por calles, caminos y eras, de día y de noche. Tiempos que eran y son de cabañas. Tiempos que eran y son de amistad sin edades. Tiempos que eran y son de pinos, girasoles y trigales. Tiempos que eran y son de decir, que se pare el mundo. Que aquí me quedo. Tiempos que eran y son de mirarse a la cara, sin tuits, prisas, pantallas ni fantasías creadas por una sociedad devorada.
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