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Andando la semana pasada por la calle Colón de Valencia me topé con un mendigo que tocaba un violín a las puertas de un templo ... comercial. Y los recuerdos hicieron su magia. Viaje a una lejana tarde de hace años. Tres tenía mi hijo Víctor entonces. Yo disfrutaba con él del tiempo en un parque junto a la calle Jesús. De esos con pequeños balancines con forma de caballo, cocodrilo y dinosaurio. Me senté en un banco mientras el crío probaba uno a uno los columpios. Cuando acabó con los que estaban junto al banco, fijó su mirada en otros a unos metros. Pero de repente noté que Víctor escondía su cabeza detrás de mí y oteaba sobre mi pierna hacia allí. Tímido más que temeroso. Miré hacia allá y descubrí el motivo de su inquietud. En un banco había un indigente, sentado junto a un carro de la compra lleno de toda su vida, ropas que hasta en la distancia se veían sucias y una litrona de cerveza a sus pies. El mendigo observaba divertido la escena y en la lejanía sonreía a mi hijo, le hacía incluso carantoñas con las manos. Víctor empezó a tomárselo todo como un juego, escondiéndose detrás de mí y asomando cada cierto tiempo. Al final decidió que quería ir a probar aquellos balancines. Pero acompañado. Me tendió la mano y señaló hacia allá. Yo decidí acompañarle. Tanto por hacer caso a su deseo como por temor hacia el hombre. El mendigo no dejó de sonreír mientras nos acercábamos. «¡Le da vergüenza!», le dije intentando disculpar a mi hijo y camuflando mi desconfianza. El niño probó uno a uno los balancines, oteando de vez en cuando con timidez al hombre, entre miradas fugaces y risas inocentes. Yo volví a intervenir: «¡Pero Víctor, si el hombre no te hace nada!». Y el indigente se dirigió entonces a nosotros, sin dejar de sonreír y haciendo gestos con la mano para que nos acercáramos. «¡Mira, amigo, mira!», dijo con marcado acento extranjero. Parecía ruso, polaco o de algún país de Europa del Este. Y sacó algo en lo que yo no había caído. Una vieja y sucia caja rectangular de madera clara, que dejó con suavidad sobre el banco, como si fuera de cristal. Limpió con mimo su superficie. Y abrió con placentera parsimonia dos cierres. Dentro había un violín. Con solo dos cuerdas. Y el hombre se puso a tocar una melodía bellísima. No entiendo de música clásica, pero a mí me pareció preciosa. Tocó unos 30 segundos. Y luego le lanzó a Víctor una sonrisa sincera, inocente, feliz. Y yo, con un solo gesto, rompí todo el encanto. Eché mano a la cartera y dije: «Toma, hijo, dale una moneda». Su sonrisa se borró, su mirada se tornó triste y de su boca salieron unas palabras que me hicieron sentir fatal: «No, no, solo amigos, amigos...». Me quedé con ganas de saber más de ese hombre, de su vida, si ese virtuosismo con el violín le venía de ser alguna vieja gloria de la música de Europa del Este caída en desgracia o devorada por la crisis. La situación me dejó descolocado y ya no le pregunté nada. Pero sobre todo me sirvió para darme cuenta de lo tristemente desconfiados e ingratos que somos los seres humanos, de las muchas etiquetas que tenemos de imagen, posición y convención. De lo mucho que nos perdemos por no dejar el corazón más abierto, el alma más transparente y los usos y costumbres enterrados. De lo poco que nos miramos a los ojos, al ser humano, pasando por encima de trajes de Armani, harapos de indigente, acentos extranjeros o pieles de otro color. Allí, en aquel parque, solo había la inocencia de un niño, la sonrisa de un hombre, un violín de dos cuerdas y un momento mágico. Eso era todo lo que había. Nada más.
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