Urgente La Ofrenda y la Nit del Foc siguen adelante pese a la lluvia

Dani se fue este miércoles. A los 49 años. Jodidamente joven. Demasiado pronto. Si es que alguna vez puede uno morirse tarde. Y hasta en ... su marcha tuvo el mérito de reunirnos junto a él a un buen puñado de amigos. Gente dispuesta a hacerse en un día por carretera hasta la distancia de Galicia a Madrid, ida y vuelta. Colegas que aparcaron el trabajo. Porque en la vida hay que tener prioridades. Y la primera es cuidar el corazón y el alma. Dice una amiga que los funerales son para los vivos. Y tiene toda la razón. No sé muy bien que sentido quiere darle a esa frase, porque yo creo que tiene dos, pero cualquiera es acertado. Por un lado, que el cariño, la amistad, el amor y el compromiso hay que demostrarlos cuando la otra persona aún está entre nosotros. Sin duda. Pero también que los entierros en realidad no son tanto para despedir a un ser querido como para reconfortar a los que se quedan. El que se va ya no está. Aunque siempre vivirá en los recuerdos. Eternos. Los que permanecemos aquí, muchas veces no recordamos que tenemos que querernos.

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El funeral de Dani fue un poco así. Gasolina para almas combustionadas por el drama, del dolor de una partida demasiado temprana. Oxígeno vital para unos corazones hechos trizas. Puede sonar contradictorio, pero es así. Un entierro puede acabar reconfortando a los que se quedan. Pese al dolor. O eso vi yo al menos en la cara de su pobre madre, Isabel. Con los ojos arrasados por las lágrimas. Pero con una mirada brillante al ver a tanta gente queriendo dar el último adiós a su hijo. A los amigos que tanto disfrutaron con él, unidos hasta en la tristeza. Sus abrazos. Las palmadas en la espalda. Los apretones de manos. Las caricias en los rostros que más acababan bañados por el llanto. Por naturaleza tendemos a darle la espalda al dolor. Al sufrimiento. Es una especie de táctica de autodefensa. Pura supervivencia, al intentar que lo malo no nos afecte. No nos reconcoma el alma. Pero el que va a un entierro hace frente a ese pesar. Hombro con hombro con el amigo. Con la familia. Con el mensaje de 'adelante siempre'. Con el optimismo enfermizo que debería acompañarnos en cada recodo de la vida. El único antídoto contra la amargura, la desgana, la falta de motivación y la desilusión que corren como una epidemia por los rincones de cada vez más personas.

Porque después del entierro de Dani, compartiendo unas cervezas con unos amigos, acabó surgiendo la moraleja. La que debería lucir en cada segundo de nuestras vidas. Ante cada dificultad. Frente a cualquier contratiempo. No merece la pena hacer montañas de granitos de arena. No merece la pena enfadarse más de la cuenta. No merece la pena agobiarse por el estrés, por el trabajo o por algún contratiempo familiar. Por nada. No digo que haya que ser un pachorra al que todo le dé igual. Es como aquello de: «Señor, dame serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para reconocer la diferencia». En su último adiós, Dani, el filósofo de andar por las calles del pueblo, al reunirnos una última vez, nos dejo una postrera lección. Como las que te daba ante unos tercios. Disfrutad la vida. Ilusionaos. Abrazad al de al lado. No giréis la cara cuando veáis en el otro un mal gesto. Y de nuevo disfrutad. Hasta en un funeral hay algo bueno: saber que unidos somos más fuertes. Que el verbo irónico y la mirada curiosa con los que Dani andaba por la vida son mejores compañeros en este mundo que la desilusión, la negrura vital y el recalcitrante pesimismo.

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