De niño en el pueblo, ser monaguillo era casi como ser un poder fáctico idéntico al maestro, al médico o al mismísimo cura. Al menos ... entre la pandilla de chavales. El que cada domingo se calzaba la casulla (solían ser apenas dos o tres los afortunados) se ganaba una especie de aura de respeto. Yo apenas lo fui alguna vez. Y con labores más bien secundarias. Solía llegar tarde (madrugar en Piqueras del Castillo siempre cuesta) y otros me tomaban la delantera. Porque ahora ya no hay monaguillos voluntarios, pero entonces había casi hasta lista de espera. Lo que sí recuerdo es la sensación de respeto que me embargaba cuando entraba en la iglesia de Santiago Apóstol. El olor a incienso. El frío reverencial. Cuando llegabas la única nave de la parroquia solía estar desierta. Yo pasaba entre los bancos observando los ojos de San Isidro. De la Virgen del Rosario. Esperando que en cualquier momento me echaran una mirada de reproche. '¡Ya no llegas!'. Giraba y encaraba la sacristía. Allí estaba Don Julio. Alto como un campanario. De pelo engominado (¿o era un peluquín?... hoy ya no le recuerdo). Con una voz digna de un podcast del Vaticano. De manos temibles si cometías un error. Su estirones de patilla o de la coletilla del pelo de los zagales eran míticas.
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Yo esperaba entonces a ver qué labor se me encomendaba. Si llegaba a tiempo al menos me encargaba tocar la campanilla en el momento de la consagración de las hostias. Eso era mucho, eh. Toda la iglesia en silencio y tú '¡tiliiin, tiliiin!; ¡tiliiiin, tiliiin'; ¡tiliiiin, tiliiiin, tiiiiilin!'. Y te creías el amo de la Mancha. Adoraba también que Don Julio me dijera: «Sube y da los toques». Y allá que corría yo por la empinada escalera del campanario a tañer las campanas para que el pueblo acudiera a misa. O que se te encomendara el momento del 'Encuentro', tocar las campanas justo cuando la Virgen del Rosario y el niño se encuentran en la plaza del pueblo. Cada imagen va por un itinerario en la procesión. Calcular el paso de cada comitiva, si se paraban esperando a los mayores, si el Niño bajaba ya por la calle Empedrada. si la Virgen asomaba por el otro lado de la plaza... para un niño aquello se asemejaba a algo digno de la más compleja ingeniería. Y se culminaba al grito de «¡¡ahora!!», que te daban los que te acompañaban en los tejados de la iglesia. Y ¡¡taan, taaan, tiin, tiin, tann!! Pura gloria.
Que conste que soy creyente, pero nunca he sido practicante. Recuerdo estas escenas con la Semana Santa ya dormitando y la Pascua apurando las horas. Y no como un acto de fe. Sino como uno de raíces. De unidad. Hace unos días me uní a los jóvenes del pueblo para sacar las imágenes en procesión. Cristo en su sepulcro hacia el calvario en el barranco del pueblo. La Virgen con su mantilla negra. La Virgen al encuentro del resucitado. El Niño. Leches cómo pesan las imágenes. Pero las rozaduras se curan con las palabras de agradecimiento de las mayores del pueblo. Sus miradas emocionadas y nostálgicas al ver surcando las calles del pueblo los Santos que muchas veces no han salido por falta de hombros.
Estas líneas no van de religión. Aunque también. Van de unidad. De mantener las costumbres. De arrimar el hombro en la oficina. De sostener los cimientos de una familia. De no dejar de lado al amigo que lo ha sido durante toda la vida y al que alejan el día a día y las obligaciones. Al final sacar los Santos no es tanto un credo. Es unión. Comunión vital. Sacrificio por otros y por uno mismo.
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