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Érase una vez una bonita y hermosa ciudad, famosa por sus playas, su gastronomía y sus populares festejos abiertos a todo el mundo gracias a la simpatía de sus gentes. Aquella ciudad, bañada por el mediterráneo, tenía un alcalde que durante un mes entero decidió ... convertir la jornada laboral en tan solo cuatro días a la semana. Quiere esto decir, que ni colegios ni comercios abrirían sus puertas todos los lunes del mencionado mes. El bienestar y el tiempo para los hábitos beneficiosos para la salud obsesionaban al alcalde de aquella ciudad.
Una vez que pasaron los meses de aquel experimento social, se comprobó que la facturación de los comercios bajó un 20% y sin embargo se saturaron los servicios médicos en urgencias por el cierre de los centros de atención primaria y aumentó el consumo en terrazas y restaurantes.
Aquel alcalde se mostró feliz, cual perdiz, poniendo de manifiesto la certera decisión. «Los índices de contaminación han descendido, los ciudadanos han conciliado sus vidas y la jornada laboral se ha reducido», se vanagloriaba en medios de comunicación.
Aquel alcalde de aquella hermosa ciudad, inmerso y cegado por una equivocada realidad, las elecciones perdió y en la oposición se colocó.
Otro cuento más de tantos cantamañanas que venimos soportando cada vez que abrimos un periódico, escuchamos una radio o vemos un telediario, cuando la realidad pasa por escuchar a los empresarios cuando dicen que dejaron de facturar un dinero importante y sin embargo con la obligación de pagar los salarios, gastos e impuestos en cuestión. Como la media de los sueldos se asemeja a la sustancia que cubre el palo de un gallinero, al valenciano de a pie solo le quedaba bajarse al bar a tomar una caña, o dos, o tres. Porque, efectivamente, hablamos de la ciudad de Valencia y de quien fuera alcalde en aquel momento, Joan Ribó, ahora en sus labores de oposición. Nada mal remuneradas, por cierto. Aquel invento de disfrutar tres días de fiesta a la semana durante todo el mes de abril, como que resultaba súper progre, pero sin un euro en el bolsillo ¿para qué sirve que te dejen un Ferrari si no tienes pasta para meterle gasolina?
Todo fuera para joder al comerciante, ese empresario ávido de ganar pasta a costa de dar empleo y generar riqueza para pagar impuestos. Todo fuera para vender que había menos tráfico y que respirábamos mejor, con más felicidad. Todo fuera para llenarse la boca con los beneficios de trabajar menos y disfrutar más a costa de los de siempre.
Al final sucedió como en todos los cuentos: «colorín colorado, este cuento también se ha acabado».
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