Somos muchos los que llevamos tiempo observando con profundo desasosiego cómo el presidente Donald Trump y su administración han enarbolado la bandera del «America First» - ... eufemismo de «America only»- como principio rector de su política internacional.
Con poco o ningún aprecio por el bien común o la solidaridad internacional, Trump ha liquidado la participación de EE.UU. en organismos y tratados que vertebran la estructura de la comunidad internacional. Ha reducido en más del noventa por ciento la cooperación internacional de su país, poniendo en riesgo a los más desfavorecidos del planeta. Ha impuesto aranceles, endurecido fronteras, deportado a inmigrantes, exhibiendo sus cadenas y grilletes con la arrogancia de un vencedor en los juegos romanos. Ha propuesto anexionarse Canadá y comprar Groenlandia, ha renombrado el Golfo de México, exigido la propiedad del canal de Panamá y ha enviado a su vicepresidente a insultar a la Unión Europea en vivo y en directo, entre otras lindezas.
Lo preocupante no son solo sus actos, sino que los lleva a cabo como representante de una democracia y que sus votantes y simpatizantes los justifican, minimizando sus disparates, ilegalidades e inmoralidades. Entre ellos se cuentan amigos y familiares a quienes quiero y respeto profundamente, muchos de ellos católicos practicantes, como yo. Hemos mantenido largas y arduas conversaciones al respecto, en las que me he esforzado por comprender su punto de vista, ya que se trata de personas buenas, inteligentes y bien formadas. Sin embargo, mi estupor por la devoción que todo un sector de creyentes católicos profesa a Trump y sus políticas no ha dejado de crecer. Hasta ahora, he procurado mantener una mente abierta y una actitud autocrítica para entender sus posturas y evaluar hasta qué punto podía compartirlas, pues muchas de ellas son, por supuesto, razonables y algunas, incluso, encomiables.
Sin embargo, la reunión mantenida por Donald Trump con Volodímir Zelenski el pasado 28 de febrero, junto a sus declaraciones acerca de convertir Gaza en la «Riviera de Oriente Medio», han marcado, a mi juicio, un punto de inflexión. Se trata de una inmoralidad tan grave, que exige una condena inequívoca y una contundente respuesta por parte de los estadounidenses de buena fe: sean de derechas o de izquierdas, católicos, protestantes, musulmanes o agnósticos, deberían reflexionar y poner fin, de manera democrática, al gobierno de tan indigno representante.
Contra toda noción de justicia, el magnate americano parece empeñado en sustituir el orden internacional por un estado de naturaleza hobbesiano. En su Leviatán explicaba Hobbes que el estado natural de la humanidad es el de una guerra de todos contra todos, en la que «nada es injusto. (...) Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. (...) Sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo».
En esta jungla que es la arena internacional en la que Trump se sabe león, no necesita otra ley, ni, por supuesto, moral alguna: su palabra -o mejor, su rugido- es la ley. Gaza pertenece a Israel y el Donbás, a Rusia, puesto que lo pueden tomar y conservar. Es la ley del más fuerte.
En la vergonzosa reunión con Zelenski, Trump dio por sentado que Putin se quedaría con todo a cambio de nada. ¿Por qué? Porque es el más fuerte. Durante los días previos, Trump había llamado a Zelenski «dictador» y había votado en las Naciones Unidas con Rusia y Corea del Norte en contra de una resolución que pedía el fin de las hostilidades y una resolución pacífica del conflicto, mientras reafirmaba el compromiso con la integridad territorial del país.
Nada importa que la paz que busca sea la paz impuesta por los opresores. Nada importa dar la razón y la victoria al agresor injusto. Nada importa despreciar los sufrimientos de la población civil ni el sacrificio del ejército que la defiende. Estamos en el estado natural hobbesiano.
Por el contrario, desde Aristóteles hasta la doctrina social católica contemporánea, pasando por Cicerón, San Agustín, Santo Tomás, Francisco de Vitoria o John Rawls, los filósofos cuerdos han defendido lo que es una obviedad: la paz sin justicia es solo el camino seguro a una guerra permanente. No es solo inmoral, sino muy poco práctico -algo que incluso Trump debería comprender-.
Ahora bien, la propuesta de convertir Gaza en la «Riviera de Oriente Próximo» supera en atrocidad a todos sus exabruptos. El líder de una democracia plena propone alegremente la deportación forzada y sin retorno de la población de un territorio ocupado, un acto de limpieza étnica que constituye un crimen de guerra y de lesa humanidad.
Pero no pasa nada: la Corte Penal Internacional carece de validez. Nada es injusto.
Su desprecio absoluto, programático y palmario por la dignidad humana hacen a Donald Trump inhábil para gobernar un Estado de derecho. El pueblo debe poner fin, democráticamente, a su mandato.
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