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Los actuales consensos políticos y sociales, nacidos incluso antes de la liquidación física y jurídica del franquismo, poseen una característica muy propia de nuestro ámbito: su fundamento moral se asienta en los sentimientos de culpa y el acomplejamiento. Por supuesto que su construcción no es ... espontánea y que se forja a lo largo de un proceso histórico que parte hace tres siglos. Siendo más precisos, a partir del ascenso de los Borbones al trono hispánico. Es en ese momento que las élites comienzan a asumir los prejuicios diseñados por sus enemigos. Ahí se quedaron, firmemente incorporados a nuestro ADN. De aquí nuestra proverbial incapacidad para crecer como nación y recuperar tan siquiera una mínima parte de la relevancia perdida. Los movimientos surgidos al calor de esta singularidad, sobre todo los nacionalismos periféricos, son especialistas en la manipulación social a través de esas herramientas que un día se diseñaron para debilitar a un imperio. El nacionalismo sucursalista -no me cansaré de repetir que el nacionalismo genuinamente valenciano no existe- como vástago provinciano de su matriz catalana, sigue los patrones de ingeniería social aplicados con anterioridad en otras regiones y que han alcanzado un relativo éxito. Sin embargo, en la Comunidad Valenciana su implementación resulta mucho más complicada dadas sus características, sobre todo las socio-lingüísticas. Y es que una de las manipulaciones psicológicas más usadas por el nacionalismo catalanista para imponer su preminencia social, y avanzar así en la construcción de los países catalanes, es la configuración de una relación indivisible entre la valencianidad y el idioma valenciano. Llegados a este punto concreto siempre hay que puntualizar que la lengua valenciana es, en realidad, una excusa o subterfugio del pancatalanismo, pues nunca ha sido un fin en sí mismo para él; su desaparición completa en todos los ámbitos y su sustitución por el catalán es su ánimo real. Si asumiéramos aquel axioma, los ciudadanos de las comarcas castellanohablantes, o la mayoría de los de Valencia y Alicante capitales, no serían verdaderos valencianos, presupuesto establecido a mediados del siglo XX por el falangista Joan Fuster. Sin embargo, este absurdo ha sido elevado a la condición de consenso político con la participación, inestimable para el sucursalismo, de ese centro-derecha intermitentemente valencianista. Eso sí, como este consenso se apoya en la inculcación de los sentimientos de culpa y acomplejamiento, su asentamiento es muy débil y el trabajo de derrumbamiento sencillo, porque nuestra conciencia individual de valencianidad no debería depender de opiniones ajenas.
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