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Los veranos informativos ya no son lo que eran. Antes, llegadas las vacaciones y la fuga masiva de los urbanitas, las noticias relacionadas con la política disminuían drásticamente. De esos periodos caniculares surgió el concepto de «culebrón de verano»; ante la ausencia de materiales con ... enjundia, cualquier noticia relacionada mayormente con los asuntos del corazón se estiraba hasta el infinito. Desgraciadamente, también podían verse publicadas noticias sobre alguna tragedia provocada por fenómenos naturales o la de algún atentado de la ETA, empeñada en que los españoles no nos olvidáramos de su maldita existencia, ni siquiera en los momentos en los que la necesidad de descanso mental empujaba a la desconexión de la rutina. Resulta curioso que hoy el empeño sea justo el contrario, que olvidemos que aquellos matarifes, cuya especialidad era desmembrar con explosivo plástico los cuerpos de niños durmientes, existieron. Pero esta parálisis estival se ha extinguido. No tengo dudas de que este cambio se debe a aquella estrategia desvelada involuntariamente hace unos años por Zapatero en una conversación off the record con Iñaki Gabilondo: «Nos conviene que haya tensión». Pedro Sánchez, como alumno aventajado y metástasis del nefasto zapaterismo, es especialista en mantener la tensión política. Así, sus terminales mediáticas no dejan de aprovechar cualquier incidente o anécdota que pueda elevar la temperatura del enfrentamiento social, ya sea un hecho relacionado con la delincuencia común, provocada por inmigrantes o no, o un simple fenómeno que las redes sociales han convertido en viral sobre cómo ligar en el Mercadona con una piña puesta boca abajo en la mano. Una chorrada de tamaño sideral elevada a problema metafísico y macroeconómico por nuestra izquierda sofocadita. Pero para mí, la estrella de este verano al que le quedan pocos días ha sido la turismofobia. Más concretamente la de los gallegos con respecto a los madrileños, los llamados fodechinchos. Una de las caras más visibles de esta campaña anti madrileña, en realidad antiespañola, ha sido el mediático Antón Losada. Este nacionalista gallego gafapasta, que es de esos que cuida su imagen informal y algo desaliñada -creo que ahora se dice «no normativa»-, hizo que me acordara de mis profesores de secundaria de aspecto enrollado que escondían tras el disfraz una terrible naturaleza: la del sectarismo político y la del racismo supremacista, rebote freudiano del complejo de inferioridad, propio de nuestro nacionalismo pancatalanista.
Fodechinchos nos llaman unos trogloditas. Empate.
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