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Diferenciar el socialismo del comunismo no es tan sencillo. Tanto es así que si ahora realizara una encuesta la mayoría de los consultados no sabrían ... enumerar alguna divergencia teórica u operativa entre ambas ideologías. No en vano han sido los militantes históricos de ambas familias políticas los que se han empeñado en alimentar la confusión, como por ejemplo Francisco Largo Caballero, el dirigente del PSOE y de la UGT que se granjeó con su actividad política el apelativo de «el Lenin español». Y es que en la izquierda brotaron, a partir de que la Revolución Francesa la pariera, multitud de ramas teóricas: desde el anarquismo de Bakunin hasta el comunismo marxista o, más tarde, la revisión leninista y estalinista del último que ha dejado tras de sí centenares de millones de víctimas en menos de un siglo. Dejaré de lado las evoluciones nacionalistas de la misma matriz filosófica, fascismo y nazismo, para evitar meterme en un jardín. Volviendo al asunto, señalaré una diferencia fundamental entre socialismo y comunismo: el primero suele integrarse en las democracias liberales con el objetivo de implosionar el régimen desde dentro hasta imponer la dictadura del proletariado -un proceso evidentemente más científico y lento-, mientras que el segundo busca el acceso al poder por medio de la revolución y la acción directa. Estas tensiones programáticas fueron habituales entre el PSOE y el PCE durante la II República y la Guerra Civil españolas, tensiones que cayeron resueltas mayormente del lado de los segundos, pues contaban con el poderoso apoyo de la Komintern (Internacional Comunista) controlada por el propio Stalin. ¿Y hoy? Hoy en España la contradicción lleva más de cuarenta años resolviéndose en favor de un PSOE renacido -mientras Franco vivió su actividad casi se extinguió- y apadrinado por el eurosocialismo en el tardofranquismo. Quizá el largo dominio electoral del partido fundado por Pablo Iglesias sobre las propuestas comunistoides se lo deba al disfraz socialdemócrata que Zapatero desnudó a principios del siglo XXI. Porque aunque la hegemonía socialista nunca se ha visto realmente amenazada por las sucesivas alternativas ultraizquierdistas, el leonés infame se aseguró la supervivencia de las siglas de la calle Ferraz con la asimilación de sus propuestas radicales. Pedro Sánchez, metástasis zapateril que mantiene la escora populista, difunde ahora la idea de que los agricultores que luchan estos días contra su propia ruina subidos a sus tractores no son trabajadores sino malvados y egoístas empresarios. Igualito que los soviéticos con los kulaks rusos en 1929. Y, oye, que se dicen progresistas.
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