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Los españoles modernos hemos crecido huérfanos de algunos valores que nuestros antepasados profesaban y que, sí, les hacían mejores. Esos valores fueron desdeñados por retrógrados, ... pues no encajaban en una sociedad que ya no debía preocuparse de otra cosa que no fuera la de conseguir el último modelo de móvil. Ya sólo nos quieren consumidores, y para eso no hace falta cargar en las alforjas con pesados principios morales. Evitaré el tratamiento de algún valor antiguo como el honor para no provocar controversias que no nos podemos permitir, pero sí que me detendré en el de la lealtad.
La lealtad hoy se circunscribe, casi exclusivamente, a dos ámbitos: el matrimonial y el de las fuerzas armadas y de seguridad. En el ámbito político este valor ha decaído completamente, arrasado por la filibustería que ya le es connatural a nuestros representantes. A los uniformados, por la propia naturaleza de sus tareas, se les presentan muchas ocasiones en las que demostrar su lealtad; a los civiles, sin embargo, no se nos presentarán tantas a lo largo de nuestra apacible vida. Aunque nada justifica ahora un viaje al borde del precipicio de la confrontación civil, Pedro Sánchez ha entregado a los españoles un regalo endiablado, el de tener que demostrar su lealtad más allá de lo estrictamente conyugal. Descartada la fidelidad a este presidente del Gobierno o al movimiento político de inescrupulosos, arribistas, pelotas y nihilistas que representa, sólo nos queda demostrar nuestra lealtad a España como entidad histórica, nacional y territorial común, y a su Constitución, que no es que configure algo que le precede, sino que lo moldea jurídicamente y lo dota de ese estado democrático de derecho que ahora corre peligro. Llegados a este punto, deberíamos establecer una categorización en la que la lealtad manifestada a la Nación sea la primaria. Luego, vendrían unas secundarias a través de las cuales se expresa materialmente la lealtad a la primera. Éstas lo son a los símbolos, a los códigos legales -desaparecido el franquismo surgió un patriotismo constitucional que muchos en la izquierda moderada practican- y a las instituciones que la sostienen secularmente como son los tribunales, el ejército, la monarquía o la policía. Sobre las dos últimas caen en estos días un torrente de críticas muy duras, a una por su presunta pasividad, y a la otra por un uso excesivo de la fuerza. Para terminar con las divagaciones amateurs de ética con las que he completado mi columnita semanal, afirmaré con rotundidad que la lealtad auténtica se demuestra en los momentos difíciles. Por eso, ¡viva el Rey y viva la Policía Nacional!
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