El pasado 16 de junio, con la resaca aún del acuerdo de gobierno alcanzado entre PP y Vox en la Comunidad Valenciana, Alberto Núñez Feijóo, ... líder nacional de los populares, publicaba un tuit con el siguiente texto: «La violencia de género existe y cada asesinato de una mujer nos conmociona como sociedad. Desde el @ppopular no daremos ni un paso atrás en la lucha contra esta lacra. No vamos a renunciar a nuestros principios, cueste lo que nos cueste». El gallego reaccionaba así y daba respuesta a unas declaraciones de José María Llanos, ex número uno regional del partido de Santiago Abascal en Valencia, en las que negaba la existencia de la llamada «violencia de género». Al poco, y empujado por el revuelo, el profesor titular de Derecho de la Universidad de Valencia y diputado autonómico por Vox matizaría sus declaraciones con otras en las que decía: «Me gustaría rectificar y condenar todo tipo de violencia contra la mujer, incluida la machista, lo que niego es la existencia de la violencia de género». ¿Pero esto es fruto de un simple enredo semántico sobre las tipologías de la violencia criminal sobre las mujeres? En realidad es una discrepancia conceptual, no únicamente nominal. Si aceptamos en el ámbito social y penal todas esas neoacepciones de la palabra «género» impuestas por el identitarismo, estaremos asumiendo la existencia de una violencia organizada, colectiva y metódica ejercida sobre las mujeres por el hecho de ser mujeres. Es decir, la «violencia de género», esa que liquida la presunción de inocencia del varón, vendría a tipificar las acciones criminales de una suerte de organización terrorista, análoga a las Al Qaeda o ISIS actuales, integrada por un ejército de lobos solitarios que persigue la consecución de un fin social o político. Pero esto es inaceptable desde un punto de vista criminológico; los delitos de naturaleza machista son espontáneos y, muy importante, individuales. Es cierto que pueden responder a condicionantes culturales o educacionales corregibles, pero en España y en los países de su entorno es absolutamente temerario, injusto y malintencionado afirmar que estamos frente a una «violencia estructural».
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Si los responsables del Partido Popular se adhieren a la «ideología de género» empujados por algún interés, electoral o no, es su decisión, pero que tanto ellos como sus terminales mediáticas hagan el favor de no parapetarse tras el trágala del «consenso incuestionable» en las negociaciones con Vox, porque si alguien ha cambiado de principios morales durante estos últimos 20 años, no han sido precisamente esos votantes conservadores que dejaron de confiar en su partido.
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