Una de las obras indelebles de Adriano, segundo emperador hispano de Roma, es el muro que lleva su nombre en Gran Bretaña. Éste protegía los territorios imperiales de los bárbaros del norte de la isla. Quizá la edificación defensiva se haya convertido con el tiempo, ... aparte de en una referencia arqueológica de la estrategia fronteriza de los romanos, en una figura metafórica muy socorrida: a un lado la civilización, al otro, la barbarie.
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Caído el imperio occidental de Roma, la cristiandad tomó el relevo en tanto su fuerza vertebradora, y ello sin ni siquiera tener que trasladar el nuevo centro de poder, El Vaticano, de ubicación geográfica. Es curioso que después de la ruptura de Lutero, aquellos territorios que se mantuvieron fieles al Papa coincidieran aproximadamente con los de la Roma europea que se percibe como más castiza, la anterior a Marco Aurelio. Los protestantes en sus diversas versiones, la luterana, la calvinista y la anglicana, convergían anacrónica y tópicamente, más iconográficamente que certeramente, con esos pueblos que los latinos habían identificado siempre con el mundo bárbaro de cabelleras greñudas y enredadas, gruesas pieles a los hombros, cuernos y martillos escandinavos. A partir de ese momento el mundo cristiano quedaba dividido en dos grandes cosmovisiones, la latina y la germánica utilitarista. Éstas iban a dar forma, en la fragua de sus tensiones, a la civilización moderna.
Las circunstancias, la acumulación de capacidades propias y una firme voluntad universalista adjudicaron a la Corona española el papel crucial de potencia campeona del catolicismo. Esto le garantizó la enemistad de las naciones herejes en su pugna por el dominio e influencia en la vieja Europa, pero también en América. Una dialéctica que los alemanes, holandeses, ingleses y franceses, estos últimos asombrosamente católicos, nunca habrían podido decantar a su favor en el campo de batalla. De esa proverbial debilidad nace como un ariete la distorsión negrolegendarista que aún hoy inspira declaraciones como la del cinematógrafo Jacques Audiard, realizador de la película «Emilia Pérez», según las cuales «el español es una lengua de pobres». Sí, esto lo dice sin empacho un galo en el mismo idioma que parlotean los habitantes de Haití, el país más miserable de América. O los de las muchas repúblicas africanas que se revuelcan secularmente en el subdesarrollo. Ahora que Vox traba alianzas estratégicas con fuerzas de las derechas nacionales europeas, entre ellas la neerlandesa de aroma orangista y la francesa de esencias chovinistas, me asaltan las dudas lógicas del que siempre ha oteado con recelo todo aquello que queda al norte del muro Adriano.
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