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Cuando Truman Burbank (Jim Carrey) se da cuenta de que toda su vida ha sido una simulación para la televisión, traza un plan para huir ... de lo que ya no considera un hogar sino una gran prisión. Este agente de seguros, que es un viajero frustrado, decide abandonar el mundo confortable donde ningún peligro le acecha para adentrarse en la oscuridad de lo desconocido. Justo antes de atravesar una pequeña puerta abierta y dar el paso definitivo, el creador del programa de televisión El show de Truman, Christof, intenta convencerle con voz grave desde las alturas del centro de realización de que no abandone la seguridad del gran plató de televisión en el que él es el protagonista y la única verdad. Truman duda unos instantes, pero las ansias de descubrir y el rechazo a la gran mentira que es su vida pueden más y se despide con una frase hecha: «Por si no nos vemos luego: buenos días, buenas tardes y buenas noches»; un hasta nunca, en realidad, al que acompaña con una reverencia y una sonrisa falsa dirigida a ese gran muñidor del que no conoce ni el rostro. Reacción diametralmente opuesta frente a la simulación es la de Cifra (Joe Pantoliano), uno de los tripulantes de la nave Nabucodonosor que se enfrentan a Matrix. En un proceso inverso al del personaje interpretado por Jim Carrey, Cifra Reagan desea abandonar la realidad opresiva y volver a ser reinsertado en la ficción cibernética sin recordar nada de lo padecido durante los 9 años transcurridos desde que fuera desconectado. Con tal fin, Cifra traicionará a la resistencia y pactará con el agente Smith la entrega de su capitán, Morfeo, y con él las claves secretas para acceder y destruir Sion, la última ciudad humana. Éstas son dos maneras diferentes de afrontar la existencia humana si damos por bueno que ambas obras cinematográficas, en sus diferentes géneros, son alegorías sobre la vida en el mundo desarrollado, sobre todo en el occidental. Masas de gente que viven sumergidas en una sustancia lisérgica que las distrae de la brutalidad escondida tras las fronteras o, incluso, tras los límites de ciertos barrios de sus propias ciudades. Los españoles, como no somos una excepción, dormíamos en la fantasía de una democracia que descansaba sobre la solidez pétrea de un pilar jurídico al que llamamos Constitución, ignorantes de que un Pedro Sánchez cualquiera podría llegar a nuestras vidas y demostrar gracias a su falta de escrúpulos y a una ambición desbordada que aquello que pareció granítico durante 40 años resultó ser una proyección holográfica, una simulación a merced de la buena o mala fe del gobierno de turno. Despertar ha sido doloroso.
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