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Cuando usted, afortunado lector, esté leyendo estas líneas seguramente conocerá ya la decisión de nuestro amado líder Pedro Sánchez Pérez-Castejón. ¿Se habrá ido o se habrá quedado «para defender a la democracia contra los que quieren destruirla»? Lo cierto es que yo personalmente no ... he esperado a saberlo para escribir esta columnita porque la resolución, después de los cinco días del proceso de reflexión presidencial, no afecta críticamente a su contenido. Más me interesa saber cómo hemos llegado hasta aquí.
Que el actual presidente del Gobierno ha hecho abuso de las prebendas propias de su cargo y de los recursos del Estado a su alcance es un hecho más que incontestable. Pero los simpatizantes de la izquierda se lo negarán. ¿Por qué esto es así? El madrileño, que es de un marcado carácter narcisista y un inescrupuloso de tomo y lomo, no ha hecho más que aprovechar un fenómeno sociológico que comenzó a construirse durante el último tercio del franquismo. Y es que el líder de turno del mal llamado progresismo gestiona un tesoro incalculable; todo vale, todo se justifica y todo se perdona con tal de que el «fascismo nunca vuelva al poder», aunque los etiquetados como «fascistas» no lo sean y se alcen con él pacíficamente y a través del resultado democrático de unas elecciones. Para esto es necesario configurar un cajón desastre, una definición sencilla y escueta de fascismo, que logre relacionar asequiblemente todo aquello que está situado a la derecha del partido referente de la izquierda, el PSOE, con aquel movimiento político fundado por el socialista italiano Benito Mussolini. Lo peor es que a lo largo de estas más de cuatro décadas de democracia los que debieran haberse constituido como firmes antagonistas de esta corriente de pulsiones totalitarias han permanecido casi inmóviles. Cuando no, han colaborado dócilmente a su propio arrinconamiento. Sí, Pedro Sánchez tiene en sus manos un capital político que se ha acumulado durante el último medio siglo, y éste podría llegar a blindarle judicialmente y desembocar en la institucionalización de la impunidad del poderoso. Con él, se ha demostrado que el sistema constitucional español ha estado jugando con fuego durante mucho tiempo, pues jamás preparó sinceramente los mecanismos jurídicos de oposición a las aspiraciones de un autócrata. Resultando de todo esto que podríamos afirmar sin temor que Adolfo Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar, Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy habrían respetado las reglas, con sus más y con sus menos, por su buena voluntad o como resultado de una verdadera cultura democrática.
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