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El mismo día en el que la Audiencia Nacional daba carpetazo a quince años de calvario del que fuera presidente de la Generalitat, Francisco Camps, ... en el Congreso de los Diputados la clase política española se embarraba hasta las cejas en un despiadado cruce de acusaciones. Un espectáculo vergonzoso para el espectador que, al margen de esa jauría dialéctica, observaba la tremenda descomposición que está viviendo la clase política. Y que, un día después, atravesó límites insospechados con motivo de la votación de la controvertida amnistía. Era la imagen que daba una élite (o no) dirigente que está comenzando a actuar sin ser consciente del fatídico daño que se está haciendo. Y nos está haciendo. Una élite (o no) política que ha asumido el tono barriobajero como algo natural, que se agarra a las cacerías políticas entre ellos como única herramienta de actuación y, lo que es peor, que está cayendo en una deriva de bajeza moral que puede terminar ahogando la democracia que nos dimos en un estercolero dialéctico. Una actitud que agudiza, aun más, la brecha entre ciudadanía y política y que favorece postulados extremistas y la acracia.
En una entrevista publicada por este diario el pasado domingo, a través del suplemento XL Semanal, la reputada filósofa Adela Cortina -una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad española- subrayaba el estado de «decadencia total» que vivía nuestra clase política en la actualidad y la contraponía a aquellos dirigentes que pilotaron la transición basándose en unos valores democráticos. «En España se ha producido un proceso de desgaste no tanto de la sociedad civil como de los políticos», afirmaba, al tiempo que añadía que a ellos no les preocupa ya el bien común, «sino su propio bien y seguir en el poder». La catedrática de Ética enfatizaba su reflexión diciendo que le preocupa tanto la corrupción como la incompetencia. Un cóctel explosivo que, sin duda, nos está estallando ya entre las manos. Y que comenzamos a agitar justo cuando a esta Comunitat algunos se empeñaron en hundirla en el fango con todas sus consecuencias. Metiendo a inocentes y culpables en un mismo saco. Y extendiendo, durante años, la cacería, de unos a otros, sin miramientos ni compasión y con la Justicia como vía de actuación.
Camps, lo acabamos de ver, ha sido una de las víctimas de ese prolongado tiempo de linchamientos desmedidos, de persecuciones dialécticas, de traiciones internas... Un tiempo en el que, primero en el plano político pero después también mediático y social, se ha desterrado el factor humano, se ha impuesto la crueldad como forma natural de actuar y se ha permitido que todo valga, con el único objetivo de destruir al contrario. Hasta el final. Sea con las armas que sean y afecte a quien afecte. A los familiares, compañeros y amigos; a su reputación profesional, a su honor personal y a su salud mental. Casos en los que se ha impuesto la condena previa y se ha desterrado la ética mínima. Esa que, en su momento, Cortina definió como «la importancia de explicitar los mínimos morales que una sociedad democrática debe transmitir: que son principios, valores, actitudes y hábitos a los que no se puede renunciar, pues hacerlo sería renunciar a la vez a la propia humanidad».
En su comparecencia del miércoles, el ex presidente de la Generalitat mostró contención pero también emoción. «En total, cerca de 400 personas han sido interrogadas sobre mí (...). Esto no le puede pasar a ningún español». El hombre que ha vivido bajo la sombra de la sospecha, en un continuo linchamiento y sometido personalmente al escarnio público, se reivindica ahora. En lo personal y en lo político. Lo hace después de ver que, todo a su alrededor, convertía a su persona y su causa en algo caricaturesco. Una persona y una gestión constantemente denigrada. Y aunque de toda aquella etapa quedan condenas judiciales y hechos absolutamente repudiables de dirigentes que asentaron su gestión en la corrupción y el despilfarro, algo falla cuando alguien ha tenido que superar diez causas judiciales para demostrar su inocencia. Como falló con el caso de quien le señaló y se cebó con él en un primero momento, Mónica Oltra, y fue eximida de culpabilidad. O tantos otros -Marisa Gracia, Jorge Rodríguez, Alicia de Miguel, Manuel Cervera...- . Víctimas de esa forma de hacer política en el fango que acaba salpicando no sólo a quienes son señalados sino también a sus familias, sus parejas, sus amistades. El olvidado factor humano.
Esto, eso sí, no exime de la condena absoluta a la falta de ética que pudieran tener unos y otros, más allá de si cometieron delitos jurídicamente penados. Ni quiere decir que debamos levantar el pie del acelerador sobre el control político. Al contrario, hay que seguir denunciando e investigando a quien malversa y hay que expulsar de la vida política a quien la mancilla. Pero hay que hacerlo con rigor, con consistencia, con hechos incontestables. No podemos seguir embarrando sólo por buscar el interés personal y acceder o mantenerse en el poder. El calvario de Camps y de muchos otros nos debe servir para reflexionar en qué estamos convirtiéndonos como sociedad permitiendo estos escarnios absolutos. Aunque lo que estamos viviendo, pocas esperanzas de cambio da. El cóctel de la incompetencia y la corrupción se sigue agitando, desterrando la ética mínima con la que se debería ejercer la política y sepultando, de sus actuaciones, el factor humano.
Es domingo, 2 de junio. «El honor de un hombre (...) está en nosotros mismos y no en la opinión pública. No se defiende con la espada ni con el escudo, sino con una vida íntegra e intachable», Jean Jacques Rousseau.
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