Turismo y patrimonio se están transformando en términos contradictorios e incompatibles, pero no debería ser necesariamente así. La realidad actual de las ciudades y de ... los centros históricos ponen de manifiesto la existencia de un problema y un conflicto que se ha ido agravando en los últimos años por la presencia de un turismo masificado, excesivo, descontrolado e invasivo que está afectando al tejido social, al patrimonio y a la calidad de la vida cotidiana de sus habitantes.

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Un problema que afecta al patrimonio cultural y a sus entornos de protección, y también a los vecinos, a la limpieza de las calles y de las plazas, al comercio, al tejido urbano y social, a la ocupación de la vía pública y a cada aspecto y detalle del día a día, generando muchas molestias y crispación a quienes lo sufren.

Y este problema no es exclusivo de Valencia. Ya lo es y empieza a serlo en otras ciudades de España, de Europa y del resto del mundo. Un fenómeno que se conoce como turismofobia y que ha generado una animadversión y rechazo hacia los turistas y hacia un modelo insostenible que se ha visto agravado por la mala planificación de las políticas turísticas, culturales y patrimoniales, por parte de ayuntamientos y gobiernos autonómicos, que están más pendientes de mejorar anualmente las cifras de turistas y de superar todos los récords, que del bienestar del conjunto de la sociedad.

En lo que respecta al patrimonio cultural, cuya explotación es una de las fuentes de ingresos del turismo, lo que provoca más rechazo a los que velamos por la protección de este patrimonio es ese turismo que llega a la ciudad sin ningún tipo de respeto y consideración. Ese turismo que entra como elefante en cacharrería y que nos deja una serie de imágenes, muy lamentables, en redes sociales.

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Tenemos muchos ejemplos, pero una de las estampas más significativas que puede verse a diario en Valencia es la de parejas y grupos de turistas que se sientan en los escalones de los monumentos protegidos como en la Lonja de los Mercaderes o de la Seda. Sin embargo, el hecho de simplemente sentarse en unos escalones no tendría que suponer un mayor problema para el patrimonio de nuestra ciudad, en principio.

En Roma, por ejemplo, en la scalinata di Trinità dei Monti, en piazza di Spagna, la policía, a golpe de silbato, hace que los turistas se levanten de inmediato bajo el apercibimiento de una multa. Una prohibición extensible a otros monumentos, fuentes y escaleras. Una medida que podría llegar a ser considerada como exagerada si la trasladásemos a Valencia.

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Pero en el caso de Valencia no señalamos a aquellas personas que puedan sentarse en las escaleras simplemente a descansar o a observar la plaza y sus monumentos. El problema lo generan los incívicos que se sientan a comer, a beber y a fumar, como si estuvieran en un pícnic, dejando después allí su basura y manchándolo todo, derramando los líquidos de sus bebidas, ensuciando como si no hubiera un mañana y apagando incluso sus colillas en los sillares del edificio. Hemos llegado a ver a turistas pelando gambas y fruta en las escaleras de un edificio que es Patrimonio Mundial UNESCO. Y esto ni es normal, ni admisible.

Y no, estos problemas no se solucionan usando una Karcher y amoniaco a posteriori, como hemos leído en comentarios sense trellat de los típicos opinólogos de las redes sociales. Se le pone solución con educación, información, prevención y si fuera preciso, sanciones. Una palabra que produce alergia a las administraciones públicas y a los que defienden, sin lógica, ni argumentos, estos comportamientos que no tienen cabida.

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Otro ejemplo de esta mala educación y de esta falta de respeto lo vimos hace apenas unos días, cuando un turista italiano apoyaba sus pies en la puerta barroca de la Catedral de Valencia mientras hacia cola para entrar. Situaciones idénticas que se repiten, día tras días, en las fachadas, muros y zócalos de otros edificios protegidos y también en la Lonja, concretamente en la calle Pere Compte, entre los usuarios de las terrazas que usan los alféizares del monumento para dejar sus copas y colillas. Turistas y público local, con comportamientos muy incívicos que dejan su huella, en el mal sentido de la palabra, en los muros de nuestro patrimonio.

Valencia debe encontrar el punto de equilibrio y sostenibilidad que permita reconducir una situación que ya, per se, se ha vuelto muy tensa e incómoda para una buena parte de la sociedad. Y como en otras tantas ocasiones, menos (y mejor) siempre es más. No podemos olvidarlo si lo que pretendemos es que el turismo y el patrimonio vayan de la mano, en armonía y con respeto para la ciudad y para los que la habitan.

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