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Relataba este domingo mi tía alrededor de la comida familiar que en 1957, cuando llegó a Valencia la primera avenida de la riada, muchos como ... ella misma acudieron al pretil del viejo cauce a la altura de la avenida de Aragón para ver bajar el enorme caudal en dirección al mar. «Pensábamos que el cauce debía contener el agua, lo anormal es que se saliera», explicaba. Luego se descontroló todo y acabó con más de 80 muertos y unas inundaciones que cambiaron la historia de la ciudad.
Es cierto que ha existido cierta ingenuidad justo antes de las catástrofes en esta región, como aquel día de octubre de 1957 cuando muchos querían tocar el agua desde los pretiles con los dedos de una mano. Tiempo habrá para analizar la noche del pasado 29 de octubre en cuanto a dónde estaban los responsables políticos y qué estaban haciendo. Seguramente lo harán declarando en un juicio. A mí, de todo eso lo que me importa más es lo que no estaban haciendo esas horas.
Lo que ha ocurrido en ese sentido nos afecta a todos. Ya he escuchado varias historias de personas que se salvaron de la DANA por una llamada telefónica o por pura suerte al salir de una planta baja que poco después se convirtió en una trampa mortal, al escapar milagrosamente con el coche de la V-30 o por un cambio de planes de última hora.
Ese es uno de los niveles que debemos asumir en el aprendizaje que nos impone la tragedia. En las escuelas, en las familias, en el trabajo, debe convertirse en algo natural todo lo relacionado con la prevención frente a estas catástrofes, saber lo que debemos hacer y lo que no para salvarnos. Pero algo más efectivo que la imagen de esos niños escondidos debajo del pupite en un simulacro de ataque nuclear. Impregnando todos los actos cotidianos de esa cultura es lo que toca promover. Saber que cuando los meteorólogos hablan de alerta roja, el mundo debe pararse hasta que escampe el cielo. Sabiendo que todo puede cambiar en cuestión de unos minutos, sin que dé tiempo a salir del garaje o de la planta baja.
Luego está lo que debieron hacer los responsables políticos. Este sábado, 130.000 personas lo dijeron en voz alta y clara en la gran manifestación que cruzó el centro de Valencia. Muchos de los gritos tenían una historia trágica detrás de dolor e impotencia. Estamos conociendo decenas de ellas estos días con el principal reproche de que se quedaron embobados tocando el agua con la mano. O peor, sin está ni siquiera en el pretil.
Valencia tuvo su Plan Sur tras la riada de 1957, lo que ahora se perfila como imposible en la zona de la DANA sin alterar la ordenación del territorio. ¿Hasta dónde estarán dispuestos a llegar los responsables políticos? Leyendo las historias de las víctimas, escuchando a los voluntarios aque cruzan el puente de la Solidaridad, está claro que la respuesta debe ser muy ambiciosa. Y si necesitan un acicate que piensen en las huellas de las manos de barro impregnadas en las fachadas del Ayuntamiento y la Generalitat. Yo dejaría alguna como parte de la memoria histórica, al igual que han permanecido las huellas de los bombardeos de la guerra civil en la piedra.
Un millón de historias que de momento no pueden formar un relato. Los buzos están sacando cadáveres de la Albufera y los barrancos todavía, con los perros olfateando cualquier resto de humanidad. Algún día, espero podremos contarlas sin rastro de ira.
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