
Escribir las sombras
El foco ·
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El foco ·
Según envejecemos, los cumpleaños, como los finales de año, se convierten en un momento de rememoración de un pasado cada vez más largo, cada vez más corto el futuroLa niñez es algo que solo existe en las fotografías. Parafraseo una frase de Alfons Cervera en 'Claudio, mira', novela reeditada como parte de la ... trilogía 'Libro de familia' (Editorial Piel de Zapa). Los tres libros de Cervera –escritor de la memoria y el olvido– dialogan con las tres personas en torno a las cuales se estructura su vida: la madre, el padre y el hermano. La primera novela –'Esas vidas'– narra la muerte de la madre, su lenta agonía de año y medio durante el cual el narrador cuida de ella y de su hermano enfermo. La segunda –'Otro mundo'– es un diálogo con su padre, también fallecido, y una reflexión sobre todos los silencios que, como represaliado del franquismo, marcaron su vida. Y la tercera –la mencionada 'Claudio, mira'– es un diálogo con su hermano mayor, un hombre enfermo que sigue siendo un poco niño. Se podría pensar que este 'Libro de familia' es un ejercicio de escritura íntima y en buena medida lo es, pero ese ejercicio transciende en cuanto a que la intrahistoria familiar de Cervera es también un reflejo –o, más bien, un síntoma– de la historia de la segunda mitad del siglo XX español. No solo eso: 'Libro de familia' es, asimismo, una reflexión profunda sobre los mecanismos de la memoria y la escritura del pasado.
La niñez es algo que solo existe en las fotografías. Esta idea me persigue desde que leo las palabras de Alfons Cervera. Igual es que mientras escribo esta reflexión se acerca mi cumpleaños. Según envejecemos, los cumpleaños, como los finales de año, se convierten en un momento de rememoración de un pasado cada vez más largo, cada vez más corto el futuro. Y me vienen a la cabeza fotografías de mi infancia que siempre han estado expuestas en la casa de mi madre y que, de vez en cuando, ella me reenvía por whatsapp como un recordatorio de quien fui y, tal vez, sigo siendo. La última, una foto de cuando yo tendría unos seis años, con un vestido blanco de flores azules bordadas y zapatos de charol, una abuela a cada lado, una vasca y otra gallega. Qué abuelas tan del siglo XX, pienso al contemplarlas. No recuerdo ese día, por qué estaban mis dos abuelas juntas, pero sí el vestido y la sensación denterosa de los calcetines blancos de ganchillo rozando contra el charol. Otra foto: más o menos con la misma edad, tal vez algo mayor, poso como bailarina en el escenario de un teatro, vestida con un traje tradicional vasco, maquillada y con moño. Tampoco recuerdo la actuación, sí el olor de la resina de las zapatillas de ballet y su sonido chirriante contra los suelos de madera. Y la última, para no aburrirles: mis dos hermanos de rodillas y yo subida sobre ellos, haciendo un triángulo. Presidiendo la foto: nuestra perrita Beltza. Recuerdo el olor de Beltza, que se confunde con el de todos los perros que he tenido después y con el dolor de ir perdiendo a cada uno de ellos. Los recuerdos de la infancia, más allá de los que nos relatan nuestros mayores y los que nos despiertan las fotografías, son pocos –al menos los míos–, pero sobre ellos reconstruimos nuestra vida. Lo que nos enseña Alfons Cervera en sus libros familiares es que nuestras biografías están intrínsecamente relacionadas con la historia en la que se inscriben. La mía está marcada por los acontecimientos de la Euskadi convulsa de los 80, pero de esa hoy no hablaré, sino de la de Alfons Cervera, nacido en 1947 e hijo de un anarquista represaliado.
La primera vez que leí 'Claudio, mira', hace unos cinco años, escribí: «Del territorio del pasado, sobre todo cuando es un pasado traumático, no se sale». La misma sensación he tenido ahora al leer seguido los tres libros familiares. La crueldad de la victoria franquista y la desposesión en la que hundió a los derrotados permean las biografías de cada personaje hasta el final de sus días. Vidas plagadas de miedo y de silencio que heredan los hijos y que aparecen como síntomas: en Claudio aparece como hipocondría enfermiza, pánico a la muerte, aislamiento radical; en el narrador Alfons aparece como repetición obsesiva de ciertos recuerdos, algunos recientes, como la visión de la madre anclada en el sillón durante su agonía, otros antiguos, como el gesto del padre para despertarle cada madrugada, siendo un niño de apenas 10 años, para ir a trabajar al horno de pan, o la noche en que él y su hermano descubrieron, escondido en una cuadra, a un 'maquis', palabra prohibida en la casa del miedo y el silencio. La casa familiar, el pueblo –Los Yesares, de nombre ficticio pero de hechos reales–, la plaza donde se quemaron los santos de la iglesia una noche de verano del 36, son lugares marcados por la memoria de la violencia de la guerra y la posguerra, escenarios de silencio que la palabra de Alfons Cervera quiere reconquistar. Pero «el miedo» –dice el narrador de 'Esas vidas'– «no desaparece nunca de según qué sitios ni de qué costumbres que se han quedado en esos sitios como señales indelebles del horror».
Leer 'Libro de familia' crea una sensación de tristeza que a veces se convierte en rabia por tanta vida dañada. Se comparte la desesperación del narrador y también su ternura por todo aquello –incluyendo sus seres queridos– que es frágil porque se ha zarandeado demasiado, por todas esas vidas tan golpeadas y abolladas como la vieja azucarera heredada de los abuelos, una de las pocas joyas de la familia Cervera. Las palabras entrelazadas poéticamente por el narrador de esta trilogía crean un vaivén entre el recuerdo y el olvido, entre lo privado y lo público, entre el dolor de escribir lo que duele recordar y la necesidad imperiosa de hacerlo. Es la memoria de la propia familia y la de la inmensa familia de los derrotados, los perseguidos, los exiliados, los que eran pobres y después empobrecieron aun más, los que perdieron todo lo que tenían, empezando por la libertad y terminando por casa y sustento. Es la memoria de una guerra, dice en 'Otros mundos', «que no acaba de irse nunca de ningún sitio, ni de vuestras cabezas, ni de esa memoria que es la extraña memoria que algunos tenemos de lo que no hemos vivido». Yo tampoco la he vivido y, sin embargo, la tengo igual de presente.
Alfons Cervera se pregunta si escribir sirve de algo. Sirve –y aquí hago mías sus palabras– para entrar en el territorio de las sombras, no para resolver ni dar luz, sino para familiarizarnos con su textura, entender la penumbra en la que se esconde buena parte de lo que realmente somos. La escritura no como un territorio de luz donde se marcan los contornos de las cosas, sino donde aprendemos a vislumbrar lo que pueda haber ahí de verdad.
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