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Manolo celebra la victoria entre saltos de alegría. Espectacular. Primero, la emoción ante los datos de participación. Esto promete, Merche. A las cuatro, paseo dominical ... hasta el colegio. Las urnas de metacrilato, los percheros de melamina, los dibujos de focas imposibles, las colas y el despiste con el censo. La tuya es la mesa A, Manolo. Mucha gente, buena señal. La niña coge, por fin, la papeleta que toca. Que si los nuevos partidos un bluf, que si la casta otro bluf, que si qué más da. Que si voy a votar en blanco, papá, no seas pesado. Y los sacrificios que hacemos para que estudies lo que quieres, para que tengas una buena vida, un futuro. Hija, que todo está muy caro. Sondeos a pie de urna. La botella en la nevera desde las seis: si te descuidas, cantan los datos mientras preparas la cena. Adiós a las noches electorales interminables, emocionantes, de los ochenta. Con el único canal y los recuentos manuales. Hija, lo he pensado bien y puedes ir a Miconos con Elena. A Santorini. Papá, ¿estás intentando comprarme para las generales? Al precio que está el voto te lo ha comprado hasta que te jubiles, hija, qué ingenua eres; tú no hagas caso y vota lo que quieras. Se va a la cama agotado pero feliz.
Una nube oscura se ha clavado en el horizonte: cuatro años más de lo que no te gusta, de lo que desprecias, de lo que abominas. Cuatro años más. Obama hizo historia en Twitter, con estas tres palabras, abrazado a Michele en una icónica fotografía que fue trending topic en 2012. Pero Luisa las repite con desolación, mirando al infinito. Cuatro-años-más. Hasta el café le sabe raro. Y es que, en esa nube de ensoñación gris, ha cogido el bote de la sal. Empezamos bien. Los que vivieron una noche de derrotas, truncada la expectativa tras el recuento de votos, tienen hoy la mañana perfectamente tipificada entre gris y muy gris. No es la primera ni será la última. En la oficina el ambiente es de funeral.
Después de ensayar en el espejo un buen rato (¿cómo lo ves, Merche, se me nota?), aparece en el trabajo con cara de annus horribilis. En las semanas previas, las mañanas eran un hervidero. Hoy el ambiente es de funeral. Luisa, la jefa, tiene ojeras. Qué mañana de pesadilla. Para colmo he puesto sal, sin darme cuenta, en el café. Dímelo a mí, dice Manolo con voz cavernaria, que llevo sin dormir desde las cuatro. El whatsapp revienta, el chat de los «polarizados» ha consumido a las 8.30 de la mañana todos los emoticonos de fiesta. ¿Qué es eso que suena?, pregunta Luisa. Mi suegra, que tiene médico y se le olvida la hora. Voy a silenciarla, hoy no estoy para nada.
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