Me fascina Xi Jinping. No por sus ideas, como ya se pueden imaginar, sino por su hieratismo: he visto pocas personas con tanto control sobre ... su expresión corporal, capaz de reducir al mínimo las fugas de información y transmitir poder. Especialmente en el movimiento facial, pero también con la gestualidad, la postura y el control del espacio. Todos lo practican, pero la naturalidad del presidente chino es superlativa. Jinping cultiva el arte de no decir nada. Pruebe a pasar un día imitándole: terminará agotado.
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En el salón preparado para la recepción oficial -segundo día de la visita de estado del presidente ruso-, brilla el mármol. Las alfombras distribuidas geométricamente hacen las veces de pasillo de honor y marcan el recorrido. Enormes lámparas de bronce salpican el techo y contribuyen al efecto, porque el espacio, ante todo, comunica. Dos guardias abren, perfectamente sincronizados, la puerta dorada de doble hoja. Putin se pasa la mano izquierda por la cara y recoloca la corbata, claro signo de nerviosismo. Avanza por el pasillo. Espera a Jinping con el brazo derecho ya extendido para el saludo y hasta da unos pasos para recibirle. El presidente chino se deja querer y apenas extiende el suyo, de forma que Putin atraviesa su espacio personal hasta que se produce el tradicional apretón de manos. En la pose conjunta, los dos adoptan una posición abierta. Pero sólo en uno es relajada; Putin está cargado de tensión.
Muy consciente del efecto que tiene la información no verbal en la comunicación política, Pedro Sánchez trata de contener en las últimas semanas el avance del PP también en este terreno. ¿Cómo? Aplicando a rajatabla una variación de la estrategia del jardín de rosas: se trata de poner en escena -cuánto más mejor- sus atributos presidenciales. La posición base a nivel táctico ya la conocen: Pedro Sánchez detrás de un atril y delante de una bandera, preferiblemente junto a un mandatario extranjero/a y en plano medio. No importa dónde: en China, en la Cumbre Iberoamericana, en Moncloa, en el Congreso. Núñez Feijóo queda retratado, por comparación, como el aspirante eterno: en la calle, fuera de las instituciones y lejos de las instancias de poder; obligado a manifestarse a base de corrillos informativos, sin pompa ni glamour, atril o bandera. Epi y Blas: dentro y fuera. Lo de menos es el discurso, en lo que también contrastan, por exceso y por defecto de cálculo, quizá como consecuencia de lo anterior. Epi corre el riesgo de quemarse con una larga campaña coreografiada al milímetro. Blas tendrá que dar un toque a sus asesores si quiere despegar.
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