Me pregunto dónde están. Con el paso de los años se han convertido en parte del entorno, del barrio. Un perrito suelto, con un collar ... rojo, desgastado, corretea arrastrando la correa. ¿Perdido? El policía no se extraña. El perro está fichado: es uno más de una familia de extraños que se refugia en el antiguo mercado de Abastos, desgastado también pero lleno de vida. Frecuentado y vigilado, es relativamente seguro para los sintecho.
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La convivencia suscita temor o desprecio en unos -aporofobia- y humaniza a otros. Aparece, en las páginas de Sociedad, como revés cruel de la fortuna: la actriz nominada al Goya que duerme al raso en un parque y el cantante, sensación en los noventa, que estuvo a punto de vivir en la calle. La explicación es, en muchos casos, sencilla: pérdida de trabajo, accidente, divorcio, enfermedad, adicción. Las personas anónimas llegan a los titulares como número, en noticias de economía; por los asentamientos, como problema político o estético -más que social-. Las más de las veces como suceso. Se activan, de madrugada, los bomberos, la Policía Nacional, las Urgencias Sociales y Cáritas Valencia: han prendido fuego a las pertenencias de un indigente junto a la Ciudad de la Justicia. Por suerte ha salido indemne. Pudo ser (y leo titulares): asesinado a pedradas, apalizado, apuñalado o aplastado por quedarse dormido en un contenedor. Después de la pelea, Elvira, no lo he vuelto a ver. En las redes sociales se viralizan a contracorriente historias con final feliz, tipo «dama por un día»: el espectacular cambio de imagen de un sintecho, sufragado por una joven, o el gesto del millonario dueño de un Mustang.
En el sur de la India la pobreza se palpa en el ambiente. Niños semidesnudos, alegres o tristes; a saber a cuánto se paga una rupia. Vivo o muerto, nadie pregunta. Pasear es, para la mujer extranjera, actividad de riesgo. Pero ella, animada por Iván, recorre la ciudad en un tuc tuc amarillo y se adentra en los asentamientos, terreno pedregoso habitado por personas que no tienen nada que perder o que ganar. «He pasado miedo», confiesa a la vuelta. En Austin, al sur de los Estados Unidos, el transporte da la clave. En autobús viaja el que tiene poco; a pie, quienes no tienen nada. En Montreal, al sureste de Canadá, una mano se alarga al paso y va creciendo la fila, a la puerta de la iglesia, junto a la Place des Arts: esperan el servicio de comida. Finlandia lo ha conseguido ofreciendo vivienda y atención integral. Alex me pone al día: unos se han reubicado en las cercanías. Clarita, 24, en lista de espera, inicia por fin una nueva vida.
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