Necesitamos un tipo sin principios, que haga lo que le digamos, que esté dispuesto... a todo, a lo que haga falta.
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-De esos tenemos ... unos cuantos, ¿para qué lo quieres, Presidente?
-Para ser Fiscal General del Estado.
-Pero... un Fiscal General del Estado debe actuar con independencia y conforme a los principios de «legalidad e imparcialidad» tal como recoge el artículo 124 de la Constitución. Es que... para este puesto habría que nombrar a alguien que al menos parezca independiente.
- Me da igual que ni siquiera parezca independiente. No se trata de que sea un Atticus Finch, no se trata de que pase a la historia por su integridad ni por su sentido de la honestidad. Se trata de que haga, repito, lo que le digamos.
- Ufff, no va a ser fácil pero siempre se encuentra a alguien así, Presidente.
Y ahí está, de Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, alguien que se pliega de forma servil a los intereses familiares y partidistas de Pedro Sánchez, aunque debería actuar con independencia e imparcialidad. En la España del sanchismo-peronismo da todo igual, quien debería ser garante del cumplimiento la ley, sacrifica la integridad profesional por el sectarismo político, convirtiéndose en un peón maleable dentro del sistema de justicia.
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Ha sido declarado «no idóneo» por el Consejo General del Poder Judicial, algo que no había ocurrido nunca en nuestra democracia. El Tribunal supremo le ha acusado de «desviación de poder» y ha visto revocados por el Tribunal Supremo dos ascensos a su antecesora y mentora en sectarismo Dolores Delgado (que no debería haber estado en la Junta de Fiscales, en la que García forzó avalar la malversación dentro de la Ley de Amnistía). Está a punto de ser imputado por un «presunto» delito de revelación de secretos por hacer públicos datos confidenciales del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, para -según él mismo escribió- «ganar el relato». Y qué decir de su actuación estelar en el caso contra la mujer de Pedro Sánchez por presunto tráfico de influencias.
Álvaro García Ortiz, más preocupado por servir dócilmente a su amo político que por mantener la equidad y la independencia en su cargo, es otro de los que -por su ausencia de imparcialidad, por su falta de integridad- forma parte ya de lo que Borges tituló la «historia universal de la infamia».
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