No vueles muy bajo, ni tampoco muy alto. Hazlo siempre a media altura, insistió Dédalo a su hijo.
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-¿Por qué?, le preguntó Ícaro.
- ... Si vuelas muy bajo la humedad del mar añadirá peso a las plumas, te precipitarás al mar y morirás.
- Pues entonces volaré muy alto, le replicó Ícaro.
- ¡Tampoco! Si vuelas muy alto el sol derretirá la cera y las alas se desharán, así que también te precipitarás al mar y morirás. Vuela detrás de mí.
Pero Ícaro no hizo caso a su padre y se convirtió en un trágico ejemplo del precio del exceso de ambición. Con alas de cera y plumas querían escapar de Creta, donde los tenía Minos confinados, pero desoyó las advertencias de su padre, voló demasiado cerca del sol, la cera se derritió y se precipitó a la muerte en las aguas del mar Egeo. Este mito no solo refleja la eterna lucha entre el deseo humano de alcanzar lo inalcanzable, sino que también sirve como una lección sobre los límites que debemos respetar.
En nuestra era, marcada por avances sin precedentes en ciencia y tecnología, el mito de Ícaro está más de actualidad que nunca. Como Ícaro, la humanidad moderna ha construido sus propias 'alas' -tecnologías que nos permiten volar más alto que nunca- desde la revolución de la inteligencia artificial hasta los avances en ingeniería genética y energía nuclear. No obstante, al igual que el joven mitológico, nos enfrentamos al riesgo de nuestra propia caída si ignoramos la ética.
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El problema radica en que, mientras nuestras capacidades tecnológicas avanzan a una velocidad vertiginosa, nuestra sabiduría ética y nuestra previsión a menudo no mantienen el mismo ritmo. La manipulación genética, por ejemplo, ofrece la promesa de curar enfermedades hereditarias y mejorar la calidad de vida humana. Sin embargo, también plantea preguntas profundas sobre la ética de modificar la esencia misma de lo que nos hace humanos. ¿Dónde trazamos la línea entre la curación y la mejora, entre el tratamiento y la eugenesia?
De la misma manera la inteligencia artificial promete revolucionar cada aspecto de nuestras vidas, desde la economía hasta la seguridad. No obstante, también nos advierte de los peligros potenciales. Estos avances pueden ser nuestras 'alas de cera'.
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¿Cómo, entonces, podemos aprender de Ícaro sin repetir su destino? La clave está en cultivar una cultura de responsabilidad ética que guíe nuestras innovaciones, uno que considere no solo lo que podemos hacer, sino también lo que deberíamos hacer. Por eso necesitamos las humanidades, el latín, el griego, la filosofía, la historia...
La desgracia de Ícaro no es sino la estupidez con la que el hombre utiliza a veces la ciencia y la técnica que él mismo ha inventado. En este mito hay una llamada a reconocer los límites de nuestras ambiciones y a respetar las leyes naturales y éticas que gobiernan nuestro mundo. En este equilibrio, que nos enseñan las humanidades, y no en el abandono del vuelo, se encuentra la verdadera sabiduría.
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