Cincuenta hijos tenía antes de la guerra de Troya. Ninguno vive ya, muertos en la batalla. El único que me quedaba, Héctor, hace poco lo ... has matado cuando luchaba en la guerra. Por él he venido ahora, para rescatar su cuerpo. Respeta a los dioses y ten compasión de mí, Aquiles. Yo soy más digno de piedad y he osado hacer lo que ningún mortal en la tierra hasta ahora, acercar mi boca a la mano de quien ha matado a mi hijo».
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Son las palabras que Príamo, el rey de Troya, le dirige a Aquiles al final de la 'Ilíada', la primera obra literaria de Occidente, hace unos 2700 años. Aquiles, después de matar a Héctor, se lleva su cadáver (Héctor había acabado con su amigo Patroclo), y lo deja sin enterrar. Enterrar el cuerpo era algo sagrado para los clásicos. Así titula Martínez de Pisón una de sus novelas, 'Enterrar a los muertos'.
Recuerdo este momento estelar de la literatura a propósito de la desarticulación en Valencia de un entramado de venta de cadáveres a universidades. Los cuerpos eran vendidos a las facultades de medicina (que los necesitan para las prácticas) a 1.200 euros. El delito es todavía más escabroso porque les volvían a cobrar por la incineración de los restos ya diseccionados por los estudiantes, pero en realidad los introducía en los ataúdes de otros fallecidos. Los fallecidos eran mendigos, personas solas o con condiciones de vida precarias, sin familiares que reclamaran el cuerpo para su inhumación o cremación.
En 1884 Robert Louis Stevenson -el autor de 'La isla del tesoro' o 'La flecha negra' entre otras obras maestras de la literatura- escribió 'El ladrón de cadáveres', un cuento de terror en el que Fettes, un antiguo estudiante de medicina del Reino Unido, se introduce en el ilegal negocio de la profanación de tumbas y la venta de cadáveres a las facultades de medicina.
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Esta vez no es un relato, es la realidad, también terrorífica. Más allá del delito evidente que representa esta red de venta de cadáveres, se encuentra una profunda violación ética y moral. Cometer un delito contra alguien que ha fallecido es una especial indignidad. Esta venta de cadáveres no es solo una traición a la memoria de los fallecidos, sino también una manifestación de que la desigualdad hacia aquellos que, en vida, fueron invisibilizados o marginados se mantiene 'post mortem'.
Siempre decimos que todos somos iguales ante la muerte. Sin embargo, la realidad que este caso pone de relieve es que incluso en la muerte, los más desfavorecidos siguen siendo susceptibles de explotación.
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El poeta latino Horacio escribió que «la pálida muerte llega con el mismo paso tanto a las chozas de los pobres como a las torres de los reyes». Pero está claro que no. Algunos, desfavorecidos en vida, siguen llevando la peor parte una vez muertos. La desigualdad se mantiene después de la vida. No todos son iguales ante la muerte.
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