Actualmente se cuentan por millones los embriones humanos congelados en clínicas in vitro y abandonados por sus padres biológicos. Están sumergidos en cubas de nitrógeno ... líquido a -196°C.
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Al someterlos a ese estado se les priva de una cualidad inherente a su naturaleza: la temporalidad y, con ella, la capacidad de desarrollarse de modo natural. Quedan así removidos del universo y de toda relación humana; su vida está detenida, fuera del tiempo, anclada indefinidamente a esa degradación térmica.
La tecnología reproductiva, sumergiendo embriones en tanques helados impide que puedan realizar las operaciones que les corresponde en cuanto vidas en desarrollo; se les fuerza a inhibir su actividad natural y a silenciar la manifestación de su ser. Quedan atrapados en el tiempo bajo una prisión técnica hasta que un tercero decida hacer uso -abuso- de ellos. Y cuanto más tiempo permanezcan en el congelador, en esa condición de animación suspendida, mayores serán las posibilidades de que mueran o de que sean inviables tras su descongelamiento. El trato que se les da es indigno, como cosas a merced de sus dueños. Se les sustrae de su individualidad humana, violando su derecho a la indisponibilidad. Y el destino de sus vidas iniciadas no es incierto porque acabarán desechándose, usándose para investigación o para nuevos ciclos reproductivos, transfiriéndose incluso heterólogamente a úteros de quienes no sean sus madres biológicas. La mayoría morirán.
En 2013, en Gran Bretaña se desecharon 1,7 millones de embriones congelados desde 1991. Según datos ofrecidos por el entonces ministro de salud, Lord Howe, de los 3.546.818 embriones originados desde agosto de 1991, solo hubo 235.480 embarazos. El propio ministro denunciaba que se hubieran manufacturado y desestimado embriones en cantidades industriales.
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Una vez las clínicas producen embriones, a continuación, siempre hay algo que hacer con ellos, y todo lo que se haga -por más que prime una intención buena- supone una cosificación añadida a la ya generada por el hecho de fabricarlos in vitro. La práctica reproductiva más común y ofertada consiste en la solicitud de un solo hijo y, a ser posible, sano (algo ya factible gracias al Diagnóstico Genético Preimplantacional/DGP). Pero este selectivo deseo no hace sino agravar la injusticia sobre las vidas de los embriones generados, porque la exigencia de un único embrión y sin anomalías, contribuye, con la anuencia de las clínicas, a una eliminación masiva de vidas que son biológicamente igual de embriones, igual de hijos de sus mismos padres biológicos. Generan embriones en masa para luego discriminar a los enfermos (eugenesia) y congelar a los sobrantes cuyo destino final será la muerte. La discriminación resulta más cruel que la que, en ocasiones, encontramos en la sociedad hacia personas vulnerables. Porque en estas clínicas in vitro primero los producen para luego eliminarlos.
Por otra parte, resulta imposible -y está prohibido- intervenir sobre un embrión enfermo con terapias génicas antes de la transferencia al útero. El DGP se convierte en un acto eugenésico que busca intencionadamente delatar a embriones para sentenciar quién debe vivir en función de su herencia genética. El que aplica esta técnica no puede ser un profesional médico (ni cura ni previene) sino un simple detector de enfermedades o controlador de calidad al servicio del cliente.
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Para los progenitores biológicos y el personal técnico, los embriones congelados y enfermos, aun siendo «hermanos de sangre» de los transferidos sanos, no son dignos de ser igualmente hijos. Resultan indeseables para sus productores que se han atribuido la superioridad de no otorgarles la dignidad para vivir, desvinculándoles de la igual relacionalidad que merecían por ser hijos de los mismos padres biológicos. Dejan de ser miembros de la familia biológica que los engendró, excluyéndolos como cuerpos extraños, y cayendo en una injusta discriminación en el interior de la misma especie. Se anula la condición humana del embrión por el solo hecho de no cumplir los requisitos para ser transferidos a sus madres. Pero resulta contradictorio que se les niegue su estatus humano al detectarles una enfermedad o por su condición de sobrantes. Acaba efectuándose una indigna transmutación de hijo a cosa, de vida humana a material biológico desechable o congelable.
Algunos siguen obstinados en creer que, en ese estado inicial, los embriones no son vidas humanas y carecen de valor. Pero los técnicos in vitro, a diario, certifican que lo que transfieren a los úteros no son meras células desestructuradas con genomas incompletos. Porque precisamente ahí, en esa realidad biológica trasferida, es donde está el éxito de la industria reproductiva. De lo contrario, constituiría un fraude para las parejas solicitantes que solo sueñan con que les transfieran vidas y no otra cosa. Fue el científico Robert Edwards, fundador de las técnicas in vitro, el que en 1978, al observar al microscopio a su primer embrión humano viable, manifestó emocionado que no veía un conglomerado de células, sino a Louis Joy Brown, la primera niña probeta.
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Asistimos impávidos a un libertinaje reproductivo todopoderoso, donde padres y clínicas se arrogan el derecho de disponer, manipular y eliminar vidas humanas como si de objetos se tratara, ofendiendo gravemente la dignidad del embrión indefenso. ¿Es este el justo precio que la humanidad ha de seguir pagando por la felicidad de conseguir un hijo sano como sea?
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