Sentir fascinación por el pintor Antonio López es lo normal. Su obra está en el estrato de la genialidad, pero su forma de ser y ... razonar también. Una vida de la que aprender. Esta semana, ya con sus 87 años, reflexionaba en 'La Vanguardia': «Ser viejo me ha hecho más libre». Es cierto que los años suelen darnos alas. Que con el tiempo, superados parte de los vericuetos de la vida, tendemos a desinhibirnos y despojarnos de los complejos. A eliminar de nuestro carácter y de nuestro entorno lo superficial. Y eso, normalmente es positivo. Porque transmites certeza y, a veces, despiertas hasta admiración. Como pasa con el maestro del realismo español. También es cierto que, ese punto de inhibición, llevado al exceso, puede empujarte a cometer sonoros e imperdonables tropiezos que acaben poniendo zancadillas a toda esa sabiduría que regalan los años. Le ha pasado a Alfonso Guerra, muy lúcido estos últimos meses con sus razonamientos sobre la situación política actual, cuando llevado por sus impulsos incontrolables deslizó ante Susana Griso -sin la mínima gracia- que la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, se pasa el tiempo de peluquería en peluquería. Una afirmación tan ridícula e innecesaria que entristece que la haga alguien que ha contribuido a construir la democracia de nuestro país. Y lo es, no sólo por ser un menosprecio intolerable y arcaico, sino porque esa apreciación enturbia la coherencia del discurso de Guerra, un verso libre en el socialismo que sentaba cátedra entre los suyos. Vehemente, pero claro. Elogiable, incluso. Pero no lo suficiente como para perdonar ese exceso verbal, quizá fruto de la libertad que dan los años.
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Es una pena, además, porque ha ayudado a amplificar el relato tragicómico en el que está asentado este país. Un esperpento que nos empobrece de manera preocupante como territorio. Porque las voces machistas y las reacciones que le acompañan, nos meten en submundos detestables que deberíamos haber superado de forma definitiva y que las futuras generaciones deberían desterrar para siempre. No podemos tener jóvenes que crezcan con el germen de la desigualdad y del machismo en su interior. De hecho, como país europeo, nos zarandea esta imagen de circo de tres pistas en el que hemos convertido nuestra actualidad y nuestra realidad política. Un espectáculo distópico en el que sus protagonistas han decidido cruzar sin pudor todas las líneas rojas en nombre del poder. Lo hemos vivido en la Comunitat, con estupefacción y dolor, con la lamentable batalla de las pancartas para condenar el asesinato de dos mujeres por parte de sus parejas. Una imagen que transmite que, más que apesadumbrados por las acciones machistas que siguen acabando con las vidas de mujeres, están preocupados por el rédito partidista que se pueda sacar a esa condena. Tremendamente triste. Tanto que, desde la más absoluta incomprensión, debemos rogar a unos y a otros que se sienten de una puñetera vez y zanjen este tema desde el consenso y la generosidad. No podemos permitir que se transmita de nuevo esa fotografía esperpéntica al resto del mundo. Daña nuestra esencia como pueblo, pero, sobre todo, nos daña éticamente.
Los ciudadanos no podemos permitirnos que roben la dignidad de esta tierra con episodios como las pancartas, con declaraciones como las de Guerra o con el lamentable espectáculo en el que ha derivado el triunfo de la selección de fútbol femenino. Un episodio insólito -que parece, por desgracia, que era necesario para producir una catarsis- que ha sido como una apisonadora sepultando la euforia y el merecido reconocimiento por su histórico triunfo en el mundial. No podemos seguir siendo un país anclado a las formas machistas que normalizan la desigualdad y el menosprecio; no podemos seguir siendo una tierra que juguetea con la diversidad de sus culturas y sus lenguas, cada cual usándolas para el relato que les convenga; no podemos ser un territorio atado a un sainete de pinganillos y a una subasta de apoyos al mejor postor. No deberíamos ser el país en el que gobernar pende de un chantaje, la política es un laberinto de declaraciones desproporcionadas y los descalificativos se han normalizado. Y no podemos ser cómplices de acciones fratricidas entre territorios y sus habitantes porque la historia y el momento actual nos demuestra que esas actitudes acabaron y acaban en cruentos enfrentamientos.
«El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada», decía Ramón María del Valle-Inclán. En efecto, nos estamos viendo en un espejo cóncavo que nos deforma como país y dibuja una realidad que no refleja el espíritu de sus ciudadanos. Hay que romper esa visión de una tierra encendida y enfrentada. España, y dentro de ella la Comunitat, debe ganar en libertad a medida que crece, como Antonio López. Pero esa libertad sólo se logra cuando hay respeto a los demás, se prioriza la igualdad, se da alas a la solidaridad y se impone la generosidad.
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Es domingo, 24 de septiembre. Se cumplen cien días de María José Catalá al frente del 'Cap i Casal'. Ya existe la sensación, entre los suyos y entre algunos sectores de la oposición, de que hay alcaldesa para años. Llevar a Vox a su terreno y favorecer puntos de encuentro con el resto de partidos -aún en duelo por la derrota- será vital; pero lo más importante para ella y su equipo va a ser lograr que sus vecinos estén orgullosos de su Valencia. Y ante eso, sólo hay una premisa: Valencia está por encima de todo y de todos.
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