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Una de las discriminaciones penosas que sufrimos los valencianos, y de la que poco se habla, es el traslado de nuestros trenes de Atocha a Chamartín, que ahora, en este quinquenio en que el sanchismo se ocupa de que las cosas pierdan su nombre para ser rebautizadas al gusto de un neosantoral de izquierdita cuqui, se llaman estaciones Almudena Grandes y Clara Campoamor. Y no es que Almudena se encuentre más céntrica que Clara o que el viaje a Clara se alargue de forma innecesaria, dos inconvenientes obvios, se trata, principalmente, de que la estación de Chamartín es caótica, inhumana, agresiva, despiadada..., ni los creadores de videojuegos de catástrofes zombis serían capaces de diseñar un escenario tan apocalíptico. En la estación de Chamartín, los apretujones contagian catarros de chucho, rechinar de dientes y calvario de varices. Ni siquiera puede decirse que se haya quedado anticuada, no es sólo eso, los apeaderos de carbonilla, regaliz y piropos rijosos del mozo de las maletas eran más dignos, al menos estaban acabados.
Al llegar a Chamartín, forzoso resulta atravesar una playa de escombros y andamios posbélicos para descubrir la parada de taxis y, cuando se alcanza ese destino tras cruzar un puente tibetano, no es infrecuente que no quede ninguno, que sea preciso esperar largo rato soportando una cola decapitada bajo el calor o la lluvia. Tampoco ofrece mayor clemencia la partida de Madrid, después de atravesar un control de seguridad en el que hay que desvestirse en grupo, se ingresa en un corredor entre andenes en el que no hay donde sentarse. En ese vomitorio de la estación, la multitud se agolpa pendiente de una pantalla informativa, la única que existe, en la que se indican las salidas, a veces apenas cinco minutos antes de que se marche el tren. Con el cimbreo de un bosque en la noche, la muchedumbre de pie, impaciente, clavándose los codos unos a otros, se deja mecer por rumores que lo mismo sugieren que el AVE sale con retraso que confirman el tal retraso hasta la cancelación. Quien lo ha padecido sabe de qué tipo de deshumanización del pasajero estoy hablando.
Las personas nacen inocentes y la estación de Chamartín se ocupa de que, a los valencianos, en concreto, nos vengan las ganas de asesinar. ¿Lo peor?, que el Gobierno sabía que esto iba a ocurrir desde que autorizó los trenes privados y multiplicó por infinito su número, pero ahí nadie hizo nada. Los catalanes y andaluces siguen en Atocha, nosotros al valle de lágrimas. Hace mucho que no tenemos ministro ni ministra que se acuerde de Valencia y así nos va.
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