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Aella no se le ha olvidado el primer beso en los labios. Ni el muchacho, flaco, moreno, de una altivez trémula, entre flan y barra de pan, con el que lo compartió. Porque fue compartido, eso sí, y el primero para ambos. No hizo falta ... atreverse, estaba ahí, sólo era preciso dejarse caer. Tenían dieciséis años. Era el declive de agosto. De madrugada. Sus bocas se pegaron igual que ventosas al cristal, dando por terminada una conversación circular, defensiva, tenue, y sus lenguas, sin que nadie se lo ordenase, se volvieron exploradoras. Recuerda las manos grandes del muchacho tratando abrazarla sin rozar ningún punto que pudiera ofenderla. Aún se estremece al evocar aquellas manazas tímidas que se retraían ante el broche de su sujetador como si diera calambre. ¿Se llamaba? No está segura, ¿Alfredo, Luis, Jacobo...? Es una pena que sus cartas se perdieran en alguna mudanza, pero el beso no, aquel beso resulta inolvidable.
Ahora, pasados los cincuenta, ella lee en el periódico que los besos no se inventaron en ningún lugar, que no son hindúes, ni mesopotámicos, ni Alejandro trajo esta innovación carnal a Europa, por más que en Asia se encuentren las primeras referencias escritas al «oler con los labios». En un estudio publicado estos días por la revista Science, una bióloga de Oxford, Lund Rasmussen, retrotrae la invención del beso al Neolítico, «con el fin de evaluar la idoneidad de una posible pareja a través de señales químicas comunicadas por la saliva». Y, por lo visto, otra publicación anterior ya confirmaba el origen legendario e incierto de los morreos al relacionarlos con el herpes labial y estudiar su ADN antiguo. «Algo sucedió hace unos cinco mil años que permitió que una cepa del herpes superara a todas las demás», dice la investigadora de Cambridge, Christiana Scheib, y ese algo fue el descubrimiento del beso, claro.
Las universidades más famosas del mundo buscan a los inventores del beso cuando a mí me salió, al declinar un lejano agosto, sin que nadie me lo explicara, se dice ella. Alza la vista y tropieza con su marido números dos desayunando en pijama, también él está leyendo el periódico, y piensa que tiene mucho que celebrar porque, gracias a los besos, a veces, con la luz apagada, ese personaje tan despeinado le hace revivir al muchacho de altivez trémula, entre flan y barra de pan, cuyo nombre no importa, pero al que no puede olvidar. Ella conoce la verdad que buscan los científicos: nadie inventó el beso, el beso nos inventó a nosotros. Al menos, a ella. Y sonríe porque la historia del beso es la única que se puede repetir.
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