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Aella no se le ha olvidado el primer beso en los labios. Ni el muchacho, flaco, moreno, de una altivez trémula, entre flan y barra de pan, con el que lo compartió. Porque fue compartido, eso sí, y el primero para ambos. No hizo falta ... atreverse, estaba ahí, sólo era preciso dejarse caer. Tenían dieciséis años. Era el declive de agosto. De madrugada. Sus bocas se pegaron igual que ventosas al cristal, dando por terminada una conversación circular, defensiva, tenue, y sus lenguas, sin que nadie se lo ordenase, se volvieron exploradoras. Recuerda las manos grandes del muchacho tratando abrazarla sin rozar ningún punto que pudiera ofenderla. Aún se estremece al evocar aquellas manazas tímidas que se retraían ante el broche de su sujetador como si diera calambre. ¿Se llamaba? No está segura, ¿Alfredo, Luis, Jacobo...? Es una pena que sus cartas se perdieran en alguna mudanza, pero el beso no, aquel beso resulta inolvidable.

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