Decir que lloro es no decir nada cuando sólo quien no tiene corazón es capaz de ahorrarse las lágrimas, como relatar cuánto me costó llegar a casa para reunir a los míos, pues no hubo un valenciano que no estuviera en vilo. Nada de lo que escriba va a diferenciarse del dolor que a todos tiene atravesados. Yo también me he mordido el puño y he maldecido al cielo. Yo también me he preguntado por qué y, en mi impotencia, he buscado a quién culpar. Yo también sé que esto no ha acabado, que el recuento de víctimas durará días. Y aunque alguien del Gobierno vociferó que los diputados no están para achicar agua, no lo comparto. Los valencianos, seamos diputados o no, sí estamos para achicar agua, conque me he echado a la calle para ayudar en lo que sea, yo también. Y en la pedanía de La Torre, donde la tragedia mordió más fuerte a mi ciudad, he recobrado la esperanza. Ahí, a pie de barro, mezclada con el sufrimiento infinito de las vidas arruinadas, vi a la bondad renacer. Ahí vi a don Salvador, a Piedad y a los servicios del Ayuntamiento, entre otros muchos voluntarios, reponer alimento, medicinas, dignidad y simpatía a cualquiera que fuese reclamando apoyo a la parroquia de Nuestra Señora de Gracia. Y mayor me pareció el milagro al caer en que hubo que sacar el lodo antes de improvisar ese supermercado fraternal en la nave de la iglesia. Ahí vi a Rafael Aznar, alcalde pedáneo, recorrer el barrio, casa por casa, apuntando qué faltaba. Ahí vi a los bomberos de Valencia y a la policía municipal, los mismos que el martes trajeron lanchas del club náutico para rescatar a más de 200 vecinos, despejar las calles, apuntalar casas y entrar sin miedo a los aparcamientos. Ahí, ya de noche, vi llegar una columna de coches de bomberos de Madrid con las luces encendidas, detenerse, a su jefe bajar y, dirigiéndose a la alcaldesa de Valencia cubierta de barro hasta las rodillas, decirle: «María José, vamos al garaje que nos han asignado los compañeros, olvidaos de que estamos, cada uno a los suyo».
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Y ahí vi, en el Puente de la Solidaridad, a esa fila de innumerables personas, armadas con palas y cubos, pasando el nuevo cauce del Turia para limpiar, llevar agua o dar abrazos a las víctimas. La hilera de espontáneos con botas de agua me hizo sentir más orgulloso que nunca de ser valenciano: representaban la unidad de los diferentes frente al reto común. El Palleter enarbola hoy una fregona, pensé. Con ese entusiasmo fui yo a Alcira en el 82, igual que ahora van mis hijos. Y sí, yo también lloro, pero, como mi pueblo cruzando el puente, no me rindo.
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