Siempre hay un día en que tienes que hacer las maletas y volver a marcharte. Así es la vida del artista, también la del vagabundo, y la del exiliado, y la del pirata..., y la tuya. Es entonces cuando los recuerdos, esa colección de objetos inútiles que te acompañan en las mudanzas, salen de los cajones y descienden de los estantes para hacer cola, como pasajeros embarcando, enfundarse el plástico de burbujas y saltar dentro de una caja de cartón con logotipo de empresa de transportes. En cada traslado pierdes algo, aunque verifiques tu equipaje sentimental una y otra vez. Y caes en la cuenta de que la niña de seis años que te acompañó en esta aventura, la niña para la que eras el héroe de sus sueños, que te dejaba peinarla y dormía en tu cama, ha cumplido quince y se ha transformado en la Rosalía. No ha perdido, eso sí, la habilidad, la astucia, dirías tú, de poner aquella cara de meme de gata, ojos apenados y boca a punto de sonreír, que te convence de todo. No es la misma, aunque sea la misma. Tú tampoco eres el mismo, aunque bajo la piel lleves secuenciado cada muerto que fuiste.
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Mientras esperas a que amanezca para que llegue el taxi al aeropuerto, escuchas al reloj de la cocina marcar el paso del tiempo. Esta última escapada tuya ha durado nueve años. La niña y la dicha de la que no gozaste salieron por delante. Por desgracia para el reloj de la cocina, le corresponde tenerte al tanto, cloc a cloc, de que ya sólo quedan minutos para que el telón baje. El aviso de que se acerca una hora señalada le toca al de la cocina en todas las biografías que conoces. El resto de los relojes te acompañan tal que perritos de paseo: anticipan citas, sirven de excusa para escapar, se vuelven invisibles cuando asoma un momento feliz... Pero el pobre de la cocina, con su rostro de luna y su tamaño desmanotado, al igual que las sillas de formica o la mesa con alas, tiene reservadas las soledades, reproches y llantos que ocurren indefectiblemente por la noche en la cocina. O sea, el «no me lo esperaba», el «tenemos que hablar», el «por su culpa, fumo» o el «por su culpa, como». Y el «vete ya».
¡El taxi! Te has de ir. No vuelvas la cabeza. Ahora comprendes que la vida no iba rápido, sino que le prestabas poca atención. Tarde. Si te hubieras fijado habrías visto crecer a la niña, pero tú mismo quisiste acelerar. No supiste no correr. Prestaste poca atención al reloj de la cocina, al lento, al rotundo, al que hace que te enteres de cada segundo que pierdes, uno a uno, cloc a cloc. Por favor, al salir, las llaves en el buzón para el siguiente. Adiós.
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