Mi relación con la Semana Santa es compleja, ni tan sentimental como la Navidad ni tan liberadora como el veraneo. La Semana Santa me sitúa en un terreno emocional templado, al que le falta la fuerza evocadora que poseen la noche de Reyes o el primer día de piscina para revivir a ese niño que llevo enterrado en las lechecillas y que es patrón de todas mis vacaciones. Tal vez la Semana Santa de entonces constituyera un espacio reflejo de mi pubertad, de aquella edad atolondrada que ya no fue perfecta. No sé... La Pascua de los setenta y los ochenta consistía en un tiempo color Kodak Instamatic, o sea, desvaído. Tiempo de huevo duro y mona con forma de serpiente y anises; de bermudas y cometas; de la película de vaqueros que filmó mi padre con el tomavistas y las bicis BH cuesta abajo por carreteras secundarias. En Valencia no teníamos Semana Santa, sino Pascua, y tampoco los mayores, que estaban más de puente que de vacaciones. Consistía en una repetición floja de la Navidad o un ensayo del verano que vendría. Y sí, en los oficios obligados por mi madre y hasta en las películas de la tele la religión pesaba con tristeza autoimpuesta.
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Contemplo con asombro y respeto las procesiones, desde luego, aunque me reconozco mejor en las cruces de mayo, en sus troncos y brazos de flores nuevas, en los insectos que se alojan en su esplendor, en su identificación de la primavera con Dios. Si alzamos la vista, veremos que el mundo entero es un calvario. Ucrania, Gaza, Venezuela, Cuba, Irán, Afganistán..., qué lugar elegiría hoy Cristo para ser crucificado por no ceder ante el poder, pensar distinto, protestar con los que no tienen qué comer, llevar al colegio a las niñas, amparar a los que aman diferente, pero que aman lo mismo... No necesito ir tan lejos, aquí, entre nosotros, Cristo también encontraría quien le crucificase por cobijar a los inmigrantes sin pan ni techo, manifestarse contra el machismo que asesina mujeres o sugerir que los todavía no nacidos tienen derecho a vivir. Todo es Semana Santa, quizá por eso me cueste más celebrar la pasión y muerte del Nazareno que su promesa de resurrección.
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?», preguntó el cielo al sepulcro vacío de Jesús, y yo me lo pregunto al paso de cada figura doliente de la Semana Santa. Los crucificados de hoy, ancianos solos, esposas malqueridas, jóvenes sin salida..., esquirlas del conjunto, también querrían resucitar, ¡pero en vida!, encontrarse viviendo entre los que viven, y eso sí sería verdadera Pascua, en mi humilde opinión y, creo, que en la de Dios.
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