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Decía Gila, con la boina de embestir enroscada, que quien no aguante las bromas que se vaya del pueblo. Hubo un tiempo de libertad en que las bromas, ¡incluso, las inocentadas en los periódicos!, estaban permitidas, y reírse con ellas también. No era facha contar chistes. Qué va, el humor militaba en el antifranquismo. Y, claro, todos entendíamos a qué se refería Gila cuando a las bromas pesadas las llamaba «de pueblo»; los propios paletos se mondaban con esa imitación. Igual que a los de Valencia nos hacía gracia ser 'mig ouets' ('medio huevecitos') en Castellón, dada nuestra supuesta 'finor', y digo supuesta porque la auténtica 'finor' es la del Madrid cortesano en que, al convidarte en casa, se juzga ordinario que te acabes lo que se te sirve, y aún peor que repitas, ya que se toma por falta de distinción el presentarse con hambre, aunque te hayan invitado, precisamente, a comer.
En mi familia, los García-Donato se burlan hasta del cielo y constituyen una ruidosa célula de resistencia contra la corrección política. Quien conozca a alguno sabe de qué hablo. Pero los de las bromas de pueblo, celebradas de generación en generación, son los González de Turís. De un tío bisabuelo se celebra que llevó a pasear por La Albufera, en una barca agujereada, a una pareja de recién casados con la excusa de retratarlos entre la boda y el banquete, y que, a media travesía, quitó el tapón a la barca. Casi se ahogan. Lo que se pudieron reír... Y también que, un 22 de diciembre de los famélicos años, llamó a su mujer y le espetó: «Milagritos, abre la casa, saca las botellas e invita al pueblo entero que nos ha tocado la lotería». El día fue memorable. Allí se brindó, se cantó y se bailó hasta altas horas de la madrugada. De esa fiesta le salió a la sobrina un novio con oposición a Correos aprobada. Y ya, cuando el último gorrón se hubo ido, tumbado sobre la cama confesó: «Ay, Mila, todo es mentira, pero qué rebién nos lo hemos pasado».
La lotería es una lotería, se puede pensar que escribo una imbecilidad, pero no, cada vez más, compramos lotería como quien echa una instancia. Y no es que ahora tengamos mayor necesidad del gordo que en posguerra, sino que, como nos hemos cargado de derechos y pagas, olvidamos que la fortuna se mueve a capricho, que no hay un instituto oficial que la reparta. Lo parezca o no, la lotería y el sentido del humor van unidos: sin el segundo, la primera acabaría siempre en un baño de sangre. Ojalá les toque a ustedes el próximo viernes, pero si no, ríanse, que la vida es lotería, y la lotería, una broma de pueblo.
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